CAPÍTULO UNDÉCIMO
MODERATO CANTABILE
Recuerdo aquellos días cómo un lento goteo de presentimientos sombríos a los que cualquiera menos racional que yo hubiese tomado por certezas. Me sobraban indicios y me faltaban evidencias…Algo no estaba funcionando a mi alrededor; no se trataba, por descontado, de la previsible actitud de Tía Rita y Tía Fernanda, ambas rivalizando por mostrarse ante mí a cual más gélida y esquiva: el tema de su inminente traslado a una residencia – un esbozo del mismo, dejado caer, como al azar, a la hora de la comida-les había ofendido en lo más íntimo; no quería ni imaginarme qué iba a ocurrir cuando sacase a colación, y tendría que ser pronto, la cuestión de verse inhabilitadas a todos los efectos. Tampoco podía centrar exactamente en Aurora mi desvalimiento: se acomodaba a mis gustos y demandas, si no sumisa, al menos eficiente; de haber figurado en mi ánimo la intención de algún tipo de dulcísimo reproche, estaría relacionado con su, seguramente más aparente que real, renuncia sostenida a la alegría. Aurora o el fantasma desnudo, recorriendo los pasillos en sombra de la casa. De hecho, su falta de pudor resultaba chocante, en lo que pudiera tener de falta de respeto, algo que yo, God is my witness, no me había merecido hasta el momento.
En el fuero más recóndito de mi fuero interno, había empezado a gestarse una especie de cansino desconsuelo existencial. Aurora parecía no confiar en mi amparo amoroso: conversaciones telefónicas interrumpidas al entrar yo en una habitación, cajones cerrados con llave, falta de información pormenorizada y fehaciente sobre en qué empleaba su tiempo mientras transcurría mi jornada laboral agotadora…Cuando me interesaba, estando en mi derecho, sobre estas últimas particularidades, sólo obtenía vagas explicaciones, sin apenas coherencia… ¿Desconfiar de ella…? ¡Jamás…! Al menos, de momento. Existía, además, otra «cuestión palpitante»: su negativa (disfrazada de un «vuelva usted mañana», alegando ocupaciones no suficientemente acreditadas) a compartir conmigo las correspondientes contraseñas para tener acceso a sus cuentas de internet, empezando por el correo electrónico y terminando por algunos foros muy extraños que, me consta, frecuentaba, relacionados con el esoterismo y los movimientos naturistas y/o ecológicos.
En cuanto a su pasado – a cuántos hombres había pertenecido; pero, sobre todo, cuántos hombres le habían pertenecido a ella-, no parecía sentirse en la obligación de mantenerme informado: borrón- ya el vocablo explicita su negrura- y cuenta nueva…Cuando la presioné con cierta firmeza, una madrugada en la que me la encontré despierta, tendida a mi lado en el lecho, con los ojos abiertos como platos de postre, esto fue lo que dijo exactamente (tuve la precaución de grabarlo con el móvil; dejo a los lectores la tarea de decidir si sus palabras clarifican lo suficiente los acontecimientos por venir en nuestras vidas):
– Estoy contigo ahora, Manuel. He venido para quedarme. Permaneceré contigo hasta que dispongas lo contrario. No pienso pedirte explicaciones. Tú representas mi última oportunidad. No estoy hablando de felicidad, algo, es seguro, que muy lejos estoy de merecerme… Me refiero a equilibrio. No me siento culpable. Si acaso, puedo verme a mí misma como alguien dispuesto a entregar todo lo que pueda poseerse…Arturo…Tu rival, así lo llamas, está a salvo de mí, indefectiblemente. No debes preocuparte.
– Tu Arturito no me preocupa en absoluto…Lo he puesto donde tiene que estar; ya te irás enterando: el culo al aire y los pies en la tierra…Si aspira a molestarnos, él sabe a qué atenerse… – este tono chulesco, tan nuevo en mí, me resultaba tan doloroso, probablemente, como ella, que acusaba el golpe con un gesto de infinito cansancio.
Procedí a hacerla mía, tras desconectar la grabadora. Uno nunca sabe qué degenerado puede acabar por hacerse con una copia del archivo y difundirlo cuando menos conviene. Debí de dejarla satisfecha del todo. Cuando la descabalgué, ella se había dormido. La contemplé un instante, pensativo, desde los pies de la cama, a salvo de sus cantos de sirena.
Fue una revelación puro Génesis, esplendorosa y terrible a la vez: una zarza oscura y retorcida se había puesto a arder en mi cabeza. Tardé unos instantes en poder verbalizar aquel mensaje en clave peregrina. Nada parecía tener sentido.
La zarandeé con más fuerza de la que hubiese sido necesario. Ella abrió los ojos y me miró sin verme.
– Necesito que me des una respuesta; te lo exijo…Aurora, ¿te doy miedo…?
Una sonrisilla casi imperceptible culebreó entre sus labios exangües.
– No; claro que no, Manuel…Nunca te temería…Te considero incapaz de hacerme el menor daño…
Vino hacia donde me encontraba, me abrazó y juntó con suavidad sus labios los míos. Había amargura en ellos y un temblor que era casi el aleteo de un pájaro asustado.
Aurora tenía miedo. No de mí…De eso, estaba seguro. Un minuto más tarde, éramos ya dos los asustados; mi mente, de forma nítida, había emitido el siguiente diagnóstico: «Josito y Juan María la han amenazado de muerte…» Enseguida, caí en la cuenta de la gravedad de semejante aserto…Demasiado tarde para todos nosotros; para Aurora…Las turbas, enardecidas por el discurso de Antonio, recorren Roma en busca de tragedia… ¿Quién podría detenerlas…? Justos por pecadores han de pagar el diezmo y la primicia a la iglesia del vicio y el desorden…En todo caso, yo no me hago responsable de nada…Porque, entonces, Aurora no habría abandonado a Arturo Lago por los motivos que había estado confesando…Siempre en el caso de que, en realidad, lo hubiese abandonado…Tendríamos que poner en claro todo ello…
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Volver a las fuentes. Recuperar audiencias y videncias. «Una tarde de la primavera, Merceditas cambió de color…». Por mi culpa, por mi grandísima culpa. Los romances Piquer jamás se han equivocado. Propósito de enmienda. Mensajes en el móvil, anunciando llamada de reencuentro y cuantos golpes de pecho se hiciesen necesarios -contra el mío, no contra los de ella-, para poder mirarnos a los ojos y a los sexos. La ternura después de la batalla…
Las avanzadillas dialécticas, tal como esperaba, no merecieron respuesta alguna por su parte. Otra cosa sería escuchar mi voz templada de barítono en vivo y en directo, comunicando que era ella, Mercedes y no otra, la elegida de mi corazón y mis riñones. No la estaba engañando. Es más, Aurora formaba parte de otra trama, un thriller de última hora – la heroína acosada por siniestros hampones- y no de una égloga pastoril, todo lo apasionada que se quiera, como era el caso de la joven viajera y el bibliófilo erudito, prendado de sus gracias y donaires.
Aurora…Empezaban a ponerme muy nervioso sus aires de suma sacerdotisa del templo de sí misma y sus misterios. Otrosí, y no menos importante, echaba de menos, muy de menos, los mimos y talentos de mis tías; su cuidado maternal, sus desvelos, sin pedir nada a cambio que no fuese un poco de cariño, de respeto…
El problema residía, empero, en que tal sentimiento- aquí me refiero al affaire Aurora, exclusivamente- no llegaba a encajar dentro de unas coordenadas definidas en lo que se refiere a mi sensibilidad y mi sentido (llámenlos conciencia; o, incluso, ética personal, si lo prefieren): iba y venía su influjo, el influjo de Aurora, a su libre albedrío, felicidad/congoja, en una cíclica sucesión de incertidumbres torvas, causándome- cosa rara en mí- unos espantosos dolores de cabeza.
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Elegí las once de la noche como hora H de la puesta en escena. La señora de la casa se había retirado al dormitorio, aquejada de una súbita migraña. Apaisado sobre el sofá a la romana y con los zapatos puestos, marqué el número de Mercedes. Tonos de comunicación expectantes, un máximo de cuatro. Silencio espeso. Ecos gimoteantes, imponiéndose a un programa televisivo adocenado. Pues, a por todas… Y si no le grité a mi innata capacidad de trapisonda «a mí, la legión» fue por evitar una comparecencia, más o menos virtual, de Ramiro, el camarero legionario, tan proclive a hacer acto de presencia donde nadie lo llama.
– Cariño…Nena…Amor… Responde, no me tengas en ascuas… ¿Crees que, si no me importases, me hubiese comportado como lo hice…? Toda la culpa, tú, que me enloqueces…Quiero romperte, en busca del tesoro, para verte por dentro…
Borboteo de lágrimas ardientes; mucosidades, pardas de nicotina, que emprenden el regreso, en tromba, a los pulmones; un chirriante ji-ji-ji de felicidad recobrada a modo de estrambote petenero… Como no sería de lírico lo que se armó a continuación que no mostraré reparo alguno en reconocer me había emocionado hasta el punto de aportar una copiosa porción de agua salada a aquella marejada de aleluyas arrastradas y lamentos. El hecho de que Aurora pudiese presentarse, cabe el sofá, en cualquier momento, alertada ora por mis gritos jubilosos, ya por mis ayes desgarrados, no hacía sino acrecentar el morbo del kyrie eleison que se estaba allí desarrollando. Por fortuna, ciertas pastillitas azules que tomaba mi princesa para el caso actuarían de celestina: de Aurora a Ananka, tras la ingesta de un par de comprimidos y un sorbito de agua.
Cincuentaisiete minutos más tarde, descansaba, agotado, en brazos de Mercedes. Promesas, planes irrealizables; mutuas alabanzas, entre hiperbólicas (las mías) y algo ridículas (las de ella); obscenidades de burdel filipino y babosos arrullos de tuna veterinaria, bajo balcón ofertando clavelitos…Eso y mucho más amenizó un post-coitum tan precoz como aplazado.
Venía ahora la parte más difícil. Tirarle de la lengua, en tales circunstancias, podría ser considerado una descortesía; un stajanovismo laboral insostenible, impuesto por el zángano espatarrado a la obrera hacendosa. Pero, rapámpano… Como dejara acotado el jefe galo Breno, tras la conquista de Roma: Vae victis…
– ¿Qué pasa con Aurora…?- le espeté, recuperando viejas expresiones de «policía malo», craso error por mi parte: le ponía a huevo la respuesta becqueriana.
-¿Y a mí me lo preguntas…?
– Por lo menos, podrás decirme qué pasa con tu jefe…Qué tripa se le ha roto… Ya sabes… Pendragón…»Dragón con pluma»; o sea, tu don Arturo…
Seguro Mercedes no captaba este tipo elevado de sarcasmo. Pareció muy animada y dispuesta a explayarse:
– Ar…Don Arturo se ha marchado unos días… No sé qué asuntos lo reclaman con urgencia. Y ahora, apunta: su primera estación es Finisterre… Yo creo que lo que busca es atar cabos…
No le respondí «elemental, querida imbécil», porque, en aquel momento, el que, casi febril, ataba cabos era un servidor de ustedes. Finisterre…La pista nos conducía a Aurora, pero, inmediatamente después, a la Costa de la Muerte, al contrabando…A Josito y Juan María…¿Acaso se estaba procurando una huida hacia delante, en busca de un arreglo a tocateja…?
Arturo Lago, cobarde inveterado, había puesto pies en polvorosa, dejando a la mi dama al pie de los caballos. Como quiera que, de este apocalipsis, algo de culpa un servidor tenía, sin que me duelen prendas, me propuse encontrar, ipso facto, las oportunas soluciones paliativas.
El cartero siempre llama dos veces, escribiera el cainita…Y hasta tres, cuando tengo de buenas mi baraka. Ahora que ya no desayunaba en el Café Oriental (Aurora y yo lo hacíamos en amor y compañía; ella se levantaba a prepararlo todo, con media hora de antelación. Había sustituido- no se lo reproché- el preceptivo y dulce zumo de naranja por la agria contundencia del pomelo), hacía días que no pasaba por allí; otrosí, a la hora de comer, me dirigía, morigerado e impaciente, a nuestro nido.
Un imán me atrajo hacia las puertas del Café Oriental, tras salir del trabajo, a la tarde siguiente. Lo que allí me encontré, hizo que el vello de los brazos se me volviese alambre espinoso de repente. No era Lana Turner, sino Florita, la hija del propietario, quien se hallaba, a la sazón, al frente del negocio. Ante mi legítima sorpresa, con su voz de contralto acatarrada, la doble sustituta (de Lana Turner y Ramiro, no te digo…; con tanto vértigo conceptual, vamos a acabar todos desquiciados…) me informa y me conforma (todavía no se lo habían cargado Josito y sus muchachos, en el caso, probable, de que se hubiese ido de la lengua): al ser otoño, Ramiro se había tomado las preceptivas vacaciones de verano, fenómeno éste habitual en el «sector servicios».
Ni siquiera me despido. Dios me ha venido a ver. Abandono el lugar según pauta del canguro australiano en urgencia apareatoria, cojo el coche y me planto en casa del vacante, quien me recibe, visiblemente ahíto de cerveza mañanera, con una chilaba a rayas presidiarias y un fez sangriento encaramado en su cabeza apepinada. Me hace pasar, me sienta en una silla coja de arpillera y, lo juro, comienza a dar vueltas a mi alrededor, entre grandes aplausos de rumbero gaditano. En cuanto abro la boca para exponerle lo que espero de él, encantado de la vida, detiene el carrusel y, metiéndose el dedo en la nariz, me jura respeto y obediencia «de aquí a la eternidad».
– ¡No se preocupe, jefe…! Mensaje recibido: al que se atreva a acercarse a ella con malas intenciones, me lo cargo del trinque… [CONTINUARÁ]
¡¡NO SE PIERDAN EL PRÓXIMO CAPÍTULO!!
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