Micro-relatos, 81.
30/05/2010 por J. T.
“INCITATUS” (UNA METAMORFOSIS)
Mostrábase “Incitatus” cabizbajo, en su manera equina, a causa de Roma y su futuro (el propio, ciertamente, en mucha mayor medida que el aciago destino del Imperio: un caballo había sido hasta entonces, que no un asno).
Sobrados motivos para la preocupación le venían acuciando. Calígula mostrábase cada vez más errático en sus comportamientos, tanto a nivel público como a nivel privado. No se le escapaba a “Incitatus” su suerte estaba ligada a la de aquel poseso, al que, el día anterior, sin ir más lejos, había escuchado relatar un sueño absurdo a Escipión, joven poeta a quien gustaba confiarle sus delirios, en el sentido de que, en la Galia, alguien con las iniciales A. C. escribiría una tragedia con su nombre, en un mañana de límite imprevisto. Incitatus estaba seguro de que, tras la espantosa muerte de Cesonia, cualquiera de las múltiples conjuras que se urdían diariamente en el Senado triunfaría por fin y, entonces, para él, para “Incitatus”, la negra puerta del desolladero se abriría por completo y para siempre. Había estado a punto de sucederle ya una vez, en la ocasión en que perdiera su primera carrera. Cayo Lucio, el auriga responsable, tardó diez o más jornadas en morir, entre horribles tormentos, por purgar su rebelión en forma de derrota estrepitosa, al llegar de segundo hasta la meta.
En otro orden de cosas, no era viable granjearse el interés del astuto Quereas, un hombre a tener en cuenta en Roma: sus cuadras estaban bien surtidas de corceles briosos y su propia condición de caballo de lujo (y aun de vicio… ¡Aquellas noches, víspera de juegos, durmiendo con Calígula a su lado…), no lo harían nunca apto para el combate. Su condición circense y la de amante se habían extendido hasta los últimos confines del Imperio, piedra de escándalo sólo para unos pocos, fuente de regocijo para todos. Incitatus se sabía sentenciado…
Ah, si Livia viviera…La vieja zorra…La zorra, no; la loba…Probablemente, la Loba Capitolina reencarnada…Ella sabría, podría darle un consejo… ¿Acaso, viva, no había regido los destinos de Roma? Muerta y cien veces muerta, dejaría oír su voz, de desearlo así su voluntad de hierro, su autoridad de mármol, su capricho de hiedra venenosa…
A trote lento, acercóse hasta el Capitolio, desierto a aquella hora de la tarde. Un calor sofocante lo iba impregnando todo. Se espantó los mosquitos y avanzó, autoconscientemente cadencioso. La Loba y sus Mamones lo estaban aguardando.
– Observarás a Claudio – sentenció la Gran Madre del Imperio Romano-. Ello te bastará para salir airoso de tu empeño.
– ¿Claudio, el Idiota?- replicará Incitatus, impaciente, dando con sus pezuñas abrochadas de oro fuertes golpes sobre el entarimado del, hasta entonces, silencioso propileo.
– Clau-Clau…Claudio…Precisamente, él; no cualquier otro… – insistió la Gran Madre y quedóse en secreto, lamiéndose las ubres doloridas por los torpes mordiscos de Rómulo y de Remo.
Incitatus regresó a las caballerizas de palacio. Una luz centelleante iba a estrellarse una vez, y otra, y otra, contra su altiva frente, enjaezada de penachos rojizos y guirnaldas de flores. Sobrevivir en tiempos de alimañas… Ella nombraba a Claudio…Y entonces supo. No lo dudó un momento. Violentó su perfecta arquitectura hasta hacerla aparecer pequeña, peluda y suave, se diría casi hecha de algodón; enturbió el brillo azul de su mirada hasta convertirlo en azabache y estiró sus orejas a pacientes mordiscos.
Abandonó palacio cuando ya amanecía y se alejó de Roma, Tíber abajo, como un pez que se esconde de las carpas asesinas en un circo de muerte y de barbarie.
Aquella noche conocería Incitatus, en un prado remoto adonde su cansancio le llevara , el vértigo engañoso de los sueños humanos. En su Hispania de origen, muchos siglos después, un hombre triste le dedicaba un libro, el más maldito de todos los malditos: aquel poemario en prosa que habla de soledad; del encuentro marchito de un hombre herido en su más honda intimidad por la Muerte que pasa y una bestia serena y compasiva… Un cántico de dolor exacerbado, por designio de los dioses convertido en una especie de fabula infantil a los ojos de unos vanos lectores, confundidos o ciegos.
Allá en el Capitolio, mientras tanto – algunas fuentes recogen el prodigio; no todas, por supuesto-, Livia, tras apartar con sus patas de las broncíneas ubres a Rómulo y a Remo, descendió del marmóreo pedestal y aulló y aulló hasta llegar la aurora…
¡Vieja querida Livia…! Reina del Cielo, Reina de los Horrores y de Todo Complot y de Todo Prodigio, gloria a Ti y loores, Soberana Magnífica… (Acabará casándose con Júpiter; te apuesto cien sextercios…)
Cuando se despertó, bien entrada la mañana, Incitatus buscó con la mirada a alguien cuyas iniciales- esto también le habría sido revelado en clave onírica, siguiendo pautas del sueño de Calígula relatado a Escipión, al que nos hemos referido anteriormente- fuesen J. R. J. y, como no lo hallase en el prado desierto, se puso a imaginar las blancas playas, en la lejana Malaka, donde había transcurrido su infancia entre palmeras…
Estaba allí, de pronto. Vio a un hombre alto, encaminándose, muy despacio, hacia las olas. Y a un campesino que se acercaba a saltos, agitando los brazos. Lanzó un rebuzno. El hombre se volvió. Y entonces se miraron. El hombre se acercó hasta Incitatus y, torpemente, acarició su lomo. Sonreía, con la sonrisa mal dibujada, temblorosa, de un indultado que sólo a medias está en disposición de agradecerlo.
– ¡Don Juan Ramón, por Dios…Qué susto nos ha dado…!- gritaba el lugareño, ya llegado, besándole la mano, entre sollozos más serviles que sentidos, al tiempo que propinaba una ruda patada al asno en pleno hocico- ¡Quita, quita, Platero…!
Platero raras veces se quejaba. Prefería buscar flautas en la hierba…
………………………………………FIN
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