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Archive for the ‘The Way We Was’ Category

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LAS VACAS SON PARA EL VERANO…

Veranos en Villarmayor, donde se celebraba, mensualmente, la «feria del 3». La casa del Sr. Jacobo y la Sra. Pepa no era el Jardín de las Hespérides; pero tenía una enorme huerta que bajaba hasta un lavadero con sanguijuelas, llena de frutales, a los que arrancar, a tu libre capricho, delicias deshuesadas y con hueso. En su parte superior de la misma, una especie de cadalso al aire libre te aliviaba de los apretones, consecuencia de la ingesta masiva de manzanas reinetas, dorados «fatones» (ciruelas amarillas), repinaldos (manzanas a las que, durante el parto, hubieron de ser extraídas con fórceps), cerezas vertebradas y rabudas… Cuando pasabas por sus inmediaciones y estaba siendo utilizado, había ocasión de escuchar los secos ruidos de la bosta humana estrellándose contra un lecho de tojos; a modo de «elefante», se disponía, si no ibas prevenido, de unas sofisticadas hojas de higuera.

La casa del Sr. Jacobo: sentada, en la mitad justa del cotarro, vemos a Lurdes, una de las protagonistas del presente capítulo

La casa del Sr. Jacobo: sentada, en la mitad justa del cotarro, vemos a Lurdes, una de las protagonistas del presente capítulo

 

Más color local: los colchones estaban rellenos de crujientes- y no demasiado abundantes- mazorcas de maíz que nos convertían a todos, por lo menos los primeros días, en «princesas del guisante». El agua procedía de un pozo y nos bañábamos- los niños, por lo menos- en enormes barreños, los fines de semana.

 

En primera línea, aventajado aprendiz de Raskolnicov en plena  faena; al fondo, la casa de Fina de Varela

En primera línea, aventajado aprendiz de Raskolnicov en plena faena; al fondo, la casa de Fina de Varela

Frente a nuestra casa, vivía Fina de Varela, a la que acompañaba, a diario, en su tarea de llevar a pastar las vacas. No la he visto desde entonces. Una compañera de trabajo del Colegio Ludy me contó que también se había hecho maestra; hasta hace poco, residía en la Coruña.

Morena, de larguísimos cabellos, ojos brillantes y muy dulce de trato, Fina de Varela y yo, en el recuerdo hiperidealizado, aparecemos – y ya me gustaría- como la pareja protagonista de «Juegos Prohibidos» (Rene Clement, 1951), sólo que, en nuestro caso, la guerra estaba ya acabada. Observando el retrato que preside el capítulo, me hace gracia comprobar que, con «Roxa»(roja), la vaca más grande, se las apañaba ella, mientras a mí me correspondía torear con la pequeña, de nombre «Xovenca» (jovenzuela), a la que, por cierto, no le faltaba mala leche a la hora de meter el hocico en sembrados ajenos, lo que le acarreaba un enérgico golpe en plenos morros, a base de cayado, terminado en un clavo herrumbroso para casos extremos.

Fina y un servidor, el pose francamente rociera

Fina y un servidor, en pose francamente rociera

 

Ella y yo hablábamos en gallego y castellano, respectivamente, sin mayores problemas. Luego estaba Juancito, con el que jugaba por las tardes, vagando de un lado para otro en busca de fortuna: exterminio personalizado de escarabajos de la patata, caza de saltamontes a puñados, pesca de renacuajos con latas de pimientos morrones… Nuestro entretenimiento favorito resulta un tanto peculiar: un concurso de deyecciones sólidas dentro de los sembrados, depositadas en surcos paralelos. Nunca se llegó a valorar, aunque no carecía de interés la cuestión, cuál de los dos montones aparecía tachonado de un mayor número de huesos de cereza. Por los caminos, nos tenemos encontrado con algún caso portentoso donde la pedrería, a modo de piñonate abigarrado, llegaba a ocultar la grácil estructura en espiral, de inspiración corintia, por completo.

Recorría Galicia, por aquel entonces, y Villarmayor no iba a constituir una excepción, una fiebre del oro migratoria: irse a hacer las Américas con una mano detrás y otra delante. Mozos a centenares, casi a uno por casa, a veces hasta más, partían en busca de El Dorado – para el caso, hacer plata-, dejando una tierra de mujeres solas -las «viudas de vivos» de las que hablara Rosalía de Castro-, para hacer dos trabajos: los de los hombres, surco a surco, y buscarle salida a tantas soledades al norte y al sur de su cintura a prueba de esfuerzos sobrehumanos.

A principio de los 50, no era raro ver a una paisana tirando de las yuntas ataviada con un abrigo de pieles, llegado de Argentina o Venezuela, santo y seña del triunfo de los suyos allá donde el charco se convierte en sudor de morriña y lágrimas de sangre.

La emigración no se trataba solo de una solución a nivel rural. Mi primer amigo del que puedo hacer memoria, Juan Alfonso, que vivía en el bajo derecha, justo debajo de nosotros, en las Casas Baratas, marchó con su familia al Brasil y, que yo sepa, jamás ha regresado. Las autoridades despachaban el asunto mediante bajonazo: no es que salir adelante en aquella España todavía lamiendo sus heridas de la guerra civil se hubiese convertido, para muchos, en un callejón sin salida por motivos económicos y/o políticos; el gallego emigraba por su idiosincrasia: romántico empedernido, ansiaba las aventuras, el riesgo y el peligro, para regresar luego a Galicia convertido el indiano.

No éramos los únicos veraneantes en la zona. Por aquel remanso verde, a dos pasos de Miño (desde cuya estación de ferrocarril podía llegarse caminando), pasaban tres o cuatro grupos de veraneantes, mucho, poco, bastante relacionados con nosotros. El perfume de ciertos nombres, de algunos rostros, todavía permanecen anclados en mi mente: Ofelia y su hijo algo mayor que yo, José Daniel; Amparito y Carmela, amigas de mi hermana…Bueno, claro, y las Srtas. de García, Flora y Celita, tanto que ver en nuestras vidas.

Velahí la Familia García en pleno: Dª Celia, la primera a la izquierda; Flora, al lado de mi hermana, y Celita, primera a la derecha

Velahí la Familia García en pleno: Dª Celia, la primera a la izquierda; Flora, al lado de mi hermana, y Celita, primera a la derecha

 

Habían nacido en Argentina y por eso tomaban hierba mate en calabaza y su madre, doña Celia, de continuo, echaba mano de una coletilla porteña:»¡Che, que lucha…!». El padre, don Leopoldo, soldado en la Guerra de Cuba, había estado detenido en el Castillo de San Felipe, después del alzamiento militar del 36. La amistad vino por vía materna y fue un auténtico novelón de celos femeninos. Las Hermanas Rodríguez, Maruja y Pilita, se pasaron la vida intentando cortar el bacalao en el corazón de las Garcías. Paces armadas hubo, durante las cuales reinó una concordia entre ellas por completo sincera; pero también, durante largas temporadas, dejaban de hablarse las unas a las otras, hasta que las aguas regresaban a su cauce. Mi padre siempre optó por mantenerse al margen del conflicto; en realidad, ejercía de león en la manada. Visitador habitual del hogar García, se ocupaba de poner un enchufe (don Leopoldo no estaba para trotes; solo para fumar picadura todo el día, escondido debajo de la boina), colocar una zapatilla nueva en el grifo del lavabo o instalar un burlete en la ventana, tareas que vendrían acompañadas, probablemente, de refrigerio en amor y compañía, una vez rematada la tarea. Intuyo que estas visitas de cumplido laborioso no eran del agrado de mi madre. Yo mismo, en plena adolescencia, llegué a preguntarme si…Se lo consulté a Manuel, por entonces novio de mi hermana, y no quiso darle la menor importancia. Existía una doble barrera (para entonces, ya se había muerto don Leopoldo): doña Celia y una de las hermanas, siempre en casa, como un solo hombre, para recibir las numerosísimas visitas que recibían yo diría que a diario. Por otro lado, el atractivo físico de cualquiera de las dos mujeres (doña Celia, octogenaria, quedaba descartada, por supuesto; al menos, de momento…) tampoco daba para ponerse una venda en los ojos o liarse la manta a la cabeza… «¿Y ambas a la vez…?», tiene llegado a preguntarse mi imaginación calenturienta. Hechos probados: se cruzaban en tu vida, dondequiera que fueras…A la feria del tres, sin ir más lejos… En 2014, estoy convencido de que jamás llegó a plantearse lo que los franceses llaman liaisons dangerouses. Mi padre rodeado de mujeres, en un contexto blanco e impoluto…Eso, ¿de qué me suena…?

A Flora, en concreto, yo le debo un regalo y un trabajo. Héteme aquí que, trece agostos tendría o estaba a punto, me había encaprichado con una novela de intriga titulada «La Mano de Jade Verde», de Harry Stephen Keeler, autor de «Las Gafas del Señor Cagliostro» o «Noches de Sing-Sing», muy popular en el mercado español, gracias a las espectaculares ediciones del Instituto Reus. Careciendo de posibles, discurrí colocar en el pasillo de mi casa una hucha petitoria fabricada en cartón, con letrerito al canto: SE ADMITEN DONATIVOS PARA LA ADQUISICIÓN DE «LA MANO DE JADE VERDE. GRACIAS.

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La mayor de las Srtas. de García fue la primera y hasta creo que la única en depositar su óvolo. De cualquier forma, sumando el duro de plata de mi abuelo y alguna que otra perra chica o perra gorda sisada en mi servicio de recados, reuní caudal y me hice con la joya (no tan buena como el Cagliostro y su protagonista, que ha perdido la memoria y acaba encerrados en un «nido del cuco» versión años 40). Never mind los bollos: en realidad, lo que me apasionaba de aquel thriller lleno de chinos (el plato de la casa Enrique Estaban), era las inmensas posibilidades a la hora de jugar con su título: «Joder con la mano verde», «La jodida mano verde», «Te jode la mano verde», «La mano verde de joder», «No me jodas, mano verde»… y aún creo que me dejo olvidada alguna gloriosa variante en el cartucho.

Otrosí, estudiando preuniversitario, se me echó el tiempo encima a la hora de presentar a concurso un trabajo sobre Aníbal, tutorado por nuestra profesora de latín, Felisa Crisanto. Amablemente, Flora se brindó a pasarme a máquina las últimas cuartillas, dada su pericia: trabajaba como secretaria (en la empresa privada, me parece).

Cuando mi santa esposa y yo éramos ya «novios formales», nos invitaron a compartir en su casa una de sus célebres meriendas…La cosa no fue a más; pero lo considero una cortesía por parte de las Srtas. de García, digna de agradecer, no importa que algunas lenguas viperinas, al saberlo, se apresurasen a achacarlo a simple curiosidad cotillona, por enterarse de mi vida y milagros.

                                   ***

En Villarmayor, mi familia había hecho amistad con «las de Cobas»: Lurdes, Carmen y la Sra. Agustina; esta relación se mantendría muchos años después de nuestras vacaciones en la «feraz campiña» (nomenclatura del Repelente Niño Vicente). Lurdes emigró, ya mayor- creo que a Argentina-, contrajo matrimonio y regresó, tras enviudar, con una hija. A ella le debo un muy temprano encuentro con Gustavo Adolfo Bécquer. Entre las colecciones populares de la Editorial Bruguera, feudo glorioso de Corín Tellado, Mª Teresa Sesé, Keith Luger o Marcial Lafuente Estefanía, se coló de repente, una dedicada a la Poesía, que respondía al nombre de «Laurel», donde figuran, digo que escabechados, nada menos que Góngora, José Martí, Heine, Schiller, Baudelaire…(Esto es hacer patria literaria y lo demás son cuentos…). Lurdes, con una formación muy precaria, fue a caer en las redes del divino tuberculoso…Y es que, parafraseando el título del relato by Evelyn Waugh dedicado a Dickens, «everybodody likes Bécquer»… Lo de «volverán las oscuras golondrinas» es casi tan famoso en el país de María Santísima como «En un lugar de la Mancha…» o «Platero es pequeño, peludo, suave…»; y, desde luego, moja la oreja a «¿No es verdad, ángel de amor…»?, por no hablar de «Margarita, está linda la mar…» Normalmente, no se pasa de ahí; pero por algo se empieza…

42031110(La omisión de la tilde es licencia poética)

El entusiasmo de Lurdes era evidente: le andaba pasando el ejemplar a todo el quisque – esto último en sentido tan amplio que hasta llegó a recalar en mis manos con tantos dedos como años contaba a la sazón su mandatario-; no podría poner en el fuego ninguna de mis extremidades superiores afirmando que fui a quedarme con el lúgubre estribillo «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!», aunque me hubiese encantado que así fuese. Sí recuerdo que lo de las golondrinas se me atascaba más allá de la primera estrofa…

Para leyendas, las de los chupasangres, variante patética de los sacamantecas; se trataría de enfermos de tuberculosis dedicados al secuestro de criaturas despistadas para curarse de la tisis, sorbiendo de sus víctimas el oro rojo circulante por sus venas. Estos «hombres del saco», que mujeres no constan en la nómina, bajaban por la noche de los montes para ejercer su siniestro «aquí te pillo, aquí te chupo». Según otras fuentes menos truculentas, nos hallaríamos ante un cruce de leyendas con base real: las de los integrantes de la guerrilla antifranquista (los «escapados») y la de Juan Díaz de Garayo, asesino en serie ejecutado en 1881 por haber apuñalado hasta morir a seis mujeres, a algunas de las cuales habría extraído las vísceras para fabricar ungüentos curativos. Su carrera, por cierto, se adelantó en siete años a la Jack, el Destripador pero a nadie se le dio por explotar todo aquel horror con vistas al turismo de morbosos: con romances de ciego, fue que ardía. Lo cierto es que tampoco había sido el primero el tal Garayo (¡Ya era llamarse, el pobre…!): a él le habría tomado la delantera Manuel Blanco Romasanta, el lobishome del bosque de Ancines, condecorado con el collar del garrote vil en 1863 por sus numerosos crímenes.

Manuel Gayoso

Juan Díaz de Garayo

 

Mis veraneos en Villarmayor se saldaron también con una aventura de corte bocacciano. Material delicado, a ver cómo lo cuento… Mandaba carallo por aquellos pagos cierto maduro seductor de condición acomodada (en grado tal que hasta lucía un colmillo de oro el fachendoso), al que nos referiremos como J. de G., dedicado al acoso y derribo de jovencitas en edad de merecer ser llevadas al huerto, a cambio de regalos y promesas. Hasta había quien juraba haber visto sus nalgas sube y baja, a la luz de las estrellas, retozando, procaz, entre maizales…Mas todo hay que escribirlo: su apetito insaciable, en lo tocante a hembras, mejor pobres que ricas, más inspiraba asombros que rechazos…

En el transcurso de una conspiración judeo-masónica por parte mía en compañía de cómplice, se decidió castigar su desenfreno de muy mala manera: citarlo en un lugar algo apartado por medio de un anónimo y tenerlo allí a la luna de Valencia, con la esperanza puesta en que el don Juan de Mañara de Villarmayor, en un momento u otro de la inútil espera, por ahorrar tiempo, procediese a bajar sus pantalones… Después de todo, el strip-tease de marras andaba en una copla para dos, adaptada de un bolero famoso por entonces, titulado «Estamos en las mismas condiciones»…Decía así: «Estamos en las mismas condiciones:/ J. de G. se bajó los pantalones…», a canturrear, desde nuestro escondite, en el momento mismo del hecho consumado, tras lo cual, procederíamos, por evitar males mayores, a un prudente «pies, para qué os quiero…».

Las fiestas en honor a la Virgen de las Nieves nos proporcionaban mayor capacidad de movimiento. La nocturnidad era la condición sinequanon para una encerrona como aquélla, tan alevosa y llena de posible finales desgraciados. Supongo que fue la redacción del anónimo la culpable de las borrajas que siguieron: letra y ortografía de ambos conspiradores resultaban reconocibles a la legua. El entuerto se resolvió con miradas «sé lo que hiciste el último verano», cada vez que nos lo encontrábamos de caza en las verbenas. Cuando la orquesta de turno la emprendía con «Estamos en las mismas condiciones», yo sentía regurgitar en mi garganta el amargo sabor de la derrota (y en las narices el dulce perfume del alivio, a qué negarlo…)

A lo largo de la vida, he regresado varias veces a este Manderley de mis verdes años y siempre rindiendo visita a «las de Cobas», incluso cuando ya no quedaba más que Carmen (Lurdes vivía en Miño), convertida en una anciana tan maliciosa y echada palante como solía en épocas remotas. Ojalá me las arreglé para volver antes de cerrar ciclo definitivamente.

- ¡Jesús, Jesús... ! ¡Habrase visto qué cosas cuenta don José, que soy yo cuando pase  bastante más de medio siglo...!

– ¡Jesús, Jesús… ! ¡Habrase visto qué cosas cuenta por ahí arriba don José, que soy yo cuando pase bastante más de medio siglo…!

 

 

 

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El Tío Antonio

El Tío Antonio

EL TÍO ANTONIO Y LA TÍA CIPRI

El Tío Antonio fue el único hijo del segundo matrimonio de mi abuelo, tras el fallecimiento de la Abuela María. De la Abuela Pilar y su destino conventual, ya se ha hablado aquí. Creo que al Abuelo Manolo lo amaron todas sus mujeres. De hecho, todavía joven, fueron ellas las encargadas de ponerle los calcetines para que no tuviera que agacharse. Estas cosas pasaban con idéntica naturalidad con que se consideraba que un hombre dedicado a las labores del hogar nunca se haría acreedor al sustantivo. Mucho antes de Arzac o de Arguiñano, un varón entre fogones no pasaba de ser un «cocinillas» y andar bajo sospecha de derramar aceite a la hora de freír los menudillos.

En un ejercicio de montaje a lo Eisenstein, «por atracciones», colocaré aquí una pequeña secuencia de mi vida como padre de familia, conservada oro bajo paño, para poder cantarles las cuarenta a mis infantas, sin otro ánimo que traernos unas risas entre dientes y porque vean que el machismo (femenino, para el caso) sigue y sigue como el conejo de nuestra mala suerte. Tendrían ellas unos once o doce años (nacieron con año y medio de distancia) y se hallaban, juntas y revueltas, en la sala de estar viendo la tele, mientras su papi ejercía de cocinero y friegaplatos, dos en uno, preparando la cena. En esto que se pone a llover a dios dar agua y su progenitor sale pitando a recoger la ropa, puesta a secar en el correspondiente tendedero, antes de que sea tarde. Estoy corriendo una agotadora maratón: el aguacero me ha pillado durante la fritanga y temo se me queme la suculenta tortilla de patata. Lo reconozco: les debí de parecer un fantasma barbudo a las televidentes, cubierto de sábanas, camisas, calcetines y enaguas, en mi loca carrera por salvar la colada. Las oí palmotear alegremente: «¡Papá marujo…Papá marujo…!» Las castigué sin postre (es un decir) aquella noche, en flagrante injusticia…En todo caso, su madre y yo seríamos los culpables… ¿Qué clase de educación sexista les estábamos dando a nuestras hijas, en las postrimerías del siglo XX…?

Iban de boca en boca, a nivel local, allá por los 50, las chirigotas que se armaban, muy subidas de tono, en tono a un «lavandero» free lance frecuentador de los lavaderos públicos del extrarradio en misión en cierto modo heroica: encargarse de librar de labores humillantes añadidas a los marineros pudientes (y morbosos), durante su servicio militar, ocupándose del blanqueo de prendas interiores, sometidas a todo tipo de ajetreos y sinsabores.

Aquella mezcla de Genet y Joaquín Belda, a la hora feliz de pregonar la mercancía entre manos, alternando mimoso restregón con enérgico golpe de paleta, iba escribiendo la historia secreta en torno a aquel Ferrol prohibido donde Nandito y Pedrito, pareja de hecho, desde su tenderete a las puertas del Cinema, más que en piedra de escándalo, se habían convertido en figuras totémicas: formaban parte del «color local» en un paisaje por demás abigarrado: Topacho, Dieguito Cabezón, Maruja Racú, Tacunatá, Gilda…criaturas todas ellas tan dignas de respeto como el que más, que acabaron convirtiéndose en leyenda.

El tío Antonio, con sus dos hermanas: Maruja y Pilar

El Tío Antonio, con sus dos hermanas: Maruja y Pilar

El Tío Antonio, militar del ejército tierra (orden de caballería, quizás), debió de pasar pronto a la reserva; yo lo recuerdo, con chaquetilla blanca, echándole una mano al Tío Vicente, en el bar de la planta baja del Casino. El matrimonio residió un tiempo en Santiago porque en su casa comimos cuando mis padres me llevaron al médico por controlar la situación del agujero en mi cabeza.

A fe mía que la memoria humana selecciona secuencias de forma muy extraña. De esa visita, a nivel doméstico, medio siglo largo después, todavía permanece en mi hipocampo una frustración de corte sibarita: tras anunciar en el menú patatas fritas, la Cipri (así se la llamaba en familia), aconsejada por mi madre, por economía- se ahorraba aceite y trabajo, al parecer-, optó por presentarlas cocidas en la mesa. En aquellos tiempos, principios de los 50, un buen plato de patatas fritas si no bocado cardenalicio, constituían un placer palatino de mojar pan en los charcos aceitosos y dejar limpio el plato…

La cosecha clínica del viaje consistió en un vago diagnóstico acerca de la conveniencia de implantarme una placa de plata en el cráneo para hacer de parachoques. Mis padres decidieron no intentarlo. Al parecer, eran mayores los riesgos que las garantías. Yo seguí con mi cráter humeante en el cráneo.

Las relaciones, a nivel familiar propio, con el matrimonio Antonio – Cipri y mi primo Antoñito, nunca llegaron a cuajar del todo. Tuvieron mucho más trato- pero no mucho más, ahora que lo pienso- con Vicente y Pilita. No descarto como factor desencadenante de aquel «rancho aparte» el hecho de haber sido parido el Tío Antonio por una madre diferente. Hace muchísimos años que no he sabido nada de mi primo, al que recuerdo con mucho fuego dentro y planes de futuro entusiasmados. Tras abandonar prematuramente los estudios, su rastro se pierde en mi memoria, aunque por noticias inconexas de la tía Pilita, podría haberse enrolado en la mercante y, más tarde, emigrar a Inglaterra.

Mi tía Cipri con su único hijo, en octubre de 1940

Mi tía Cipri con su único hijo, Antoñito, en octubre de 1940

Rescato la figura de mi tío Antonio cordial pero distante, nada que ver nuestro trato habitual con los vínculos establecidos- «complicidad», en una rara acepción, es el vocablo del que tanto se abusa últimamente- entre Vicente y yo desde que pueda recordar. Sin embargo, a mi tía Cipriana, mujer dicharachera y divertida, de una extraña belleza a lo Katy Jurado, le debo una lección de altísimo valor: ella, con la suya, cruel e interminable, me obligó a plantearme, por primera vez y bastante temprano (allá por mi veintena), el hecho de la muerte física y su precio a pagar al afrontarla…

Uno asiste al «gran salto» de los otros ya desde pequeño. A mis sesenta y nueve años, he vivido, más o menos de cerca, el cataclismo de la muerte ajena, casi siempre maquillada de oropeles trascendentes. El primer entierro al que asistí fue al de un compañero de instituto, J. V., que se arrojó al vacío antes de cumplir dieciocho años. Puedo evocar sus rasgos, sin el menor esfuerzo. Todo el mundo se puso de acuerdo en el diagnóstico: J. V. era un muchacho raro y, además, «tenía problemas»…Como F.V.G., muchos años después; como L. C., que también eligió la defenestración para templar angustias insondables… Los tres habían sido amigos míos; sobre los tres, siempre anduvo flotando, amenazante o inalcanzable, la figura del padre…

En el hogar de los Torregrosa, los decesos se han procurado bregar con decoro y discreción, de puertas para dentro. Meses antes de fallecer la abuela Pilar, ésta solía discutir con la Tía Concha sobre cuál de las dos se iba a marchar primero al otro barrio, proclamándose ella como segura ganadora, lo que encendía el genio vivo de su hermana.

Cuando me comunicó mi madre el fallecimiento de la primera de ellas, lo hizo triste y serenamente, con muy pocas palabras- no creo que pasaran de seis-, después de haber hecho lo propio, aparte, con mi hermana. Recuerdo que me esforcé por derramar algunas lágrimas…porque se suponía mi obligación, principalmente. Yo quería a la abuela Pilar; pero… Pero ella seguía dentro mí -lo sigue estando hoy, como una tenue lucecita-, aunque su figura pequeña y sonriente se hubiese trasladado a un plano diferente. Al seguirla, no mucho después, la Tía Concha, yo ya había aceptado que la muerte tiene mucho que ver con el silencio.

Se planteó entonces un importante dilema moral, donde se ponía en riesgo poco menos que la salvación de mi alma para el cielo: ¿se cometía pecado o no asistiendo a una sesión cinematográfica el mismo día de un fallecimiento en tu familia…? Debí de decidir que no… Esta memoria mía, tan rica en vericuetos caprichosos, me permite hoy, agosto 2014, regresar a idéntica estación de 1957 o 58; concretamente a la tarde en que decidí acudir al cine Galicia- por semana, sólo abría los martes y los jueves-, a ver «Miedo», una peli española protagonizada por una Gloria Grahame a la española de aspecto entre pérfido y esotérico, llamada Silvia Morgan, y por Lida Vaarová, actriz checa «fugitiva del terror rojo» que, a mis ojos de niño, se parecía un montón -y más de lo debido: ¡mira tú si era ella…!- a mi santa madre, la Sra. Maruja.

Lida Baarová

Lida Baarová

Acabo de enterarme hace cinco minutos- del resto de datos me acordaba- de que la dirige León Klimowski y el guión lo firma Jesús Franco. Al final, puede que al villano lo matasen en el ruedo de una plaza de toros, por supuesto utilizando un estoque de torero…

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La Cipri había dicho, tras la operación de un tumor maligno, durante una visita con mi madre realizada a su casa, que ella se conformaba con ir haciendo, por despacio que fuera, las labores de casa. Mi madre, a la que habían extraído un riñón, siendo yo muy niño, con una esperanza de vida que no llegaba al año, se apresuró a tranquilizarla. Que la mirara a ella…Década y media y estaba tan campante…Mentía muy mal la Sra. Maruja…Tras oírlo, la Cipri parecía igual de asustada…

Lo que vino después- duró semanas – se resolvió en algo más que gritos y susurros, audibles desde el portal mismo del inmueble. Todos la escuchamos suplicar un final que no llegaba nunca, cuando la morfina apenas surtía efecto y todo era dolor y desamparo. Mi tío Antonio permaneció a su lado, convertido en la imagen misma de un muerto que camina, hasta que la ceremonia de la sinrazón se hubo consumado…¿Tuvo sentido aquello, semejante tortura, tal martirio…?

Medio siglo después, el tema de la eutanasia – activa o pasiva- sigue suspendida en el aire de los tópicos de usar- cara a unas alecciones, por ejemplo- y tirar al olvido hasta los siguientes comicios. Incluso el «testamento vital», solución tan de mínimos, se sitúa en la nebulosa más injusta, como la hermana fea de las disposiciones sanitarias.

Hablando, ayer mismo, sobre el tema con un doctor en medicina amigo mío, me aseguró que casos como el de la Cipri, hoy, es muy raro que se produzcan en España. Al tratarse de asuntos tan delicados (aludió al caso del doctor Luis Montes, presentado ante la opinión pública por algunos medios de comunicación como el Mengele de un campo de exterminio para pacientes terminales en un hospital de Leganés), se prefieren las soluciones «discretas», poco menos que vergonzantes…

Llevo tiempo pensando que, a partir del ciclo secundario de educación, debiera incluirse en el currículo una asignatura sobre «sentido y significado de la muerte»: cómo contemplarla en los demás para, en su día, poder enfrentarla dignamente…

«Muerte, ¿dónde está tu victoria…?» A la pregunta bíblico-shakesperiana, bien podía responderse que en habérselas arreglado para sólo se hable de ella a escondidas, no importa su inevitabilidad y trascendencia, lo que le permite caer sobre nosotros sin estar prevenidos de sus arteras maniobras orquestales, gracias a (por culpa de) la oscuridad (oscurantismo) de su tratamiento por parte de la Ciencia (y la Filosofía)…

Fue el poeta León Felipe quien lo tuvo más claro, me parece… Aunque maestro de escuela jubilado, les voy a poner deberes…Busquen en «Antología Rota» el poema titulado «¡Qué Pena…!» En él se explica la idoneidad e higiene de la muerte…

Estoy por apostar que, en un alto porcentaje, el miedo no lo despierta el hecho de no ser sino el modo de mudar de estado, ante el riesgo cierto de caer en manos de unos profesionales que pudieran pensar que el sufrimiento físico y moral nos acerca a la divinidad y coadyuva a que nuestros pecados nos sean perdonados…

7301005– I love you, too…

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Manolo, Cristina, Pilita y Vicente

Manolo, Cristina, Pilita y Vicente

EL TÍO MANOLO Y LA TÍA CRISTINA.

LA PITUSA

Habían optado por salir de España, al final de la Guerra. Tras pasar por Francia, acabaron en Túnez, protectorado francés, como un considerable número de españoles (4.500, según recoge el libro de Bechir Yazidi, «El Exilio Republicano en Túnez», editado en 2008 por Ed. Embora). Mi tío Manolo, hermano de mi madre, era maquinista naval; casado con la tía Cristina, tuvieron cuatro hijos: Manolito, Cristina, Jaimito y Pilarín.

Mon cousine Cristi

Mon cousine Cristi

Mi prima Cristina, la Pitusa, fue la primera en regresar a España, a mediados de los 50, para pasar unas vacaciones que, a posteriori, habían de desembocar en matrimonio. Se alojaba en mi casa y su presencia supuso una auténtica conmoción en aquel José que se ahogaba en su pecera entre dos mundos, dos hogares a modo de yema y clara dentro de un mismo huevo-la casa de mis padres y la casa de mis tíos-; pero, sobre todo, prisionero de una sensibilidad lapidada por estímulos no todo lo positivos que debieran: la falta de seguridad en mí mismo se impregnaba de vagos temores ominosos procedentes del exterior, en forma de amenazas, no siempre concretadas. Pondré un ejemplo de las más evidentes: unos hombres de gabardina, en número de dos, cierta mañana, llamaron a la puerta de mi casa; preguntaban por Francisco Torregrosa, ex presidiario, ante la inminente visita a Ferrol del Generalísimo Franco. Recuerdo a mi madre, habitualmente tan entera, aplastada contra la pared del pasillo cuando los de «la secreta» se hubieron marchado tras tomar unas notas, sorbiéndose las lágrimas y repitiendo la palabra «canallas» entre dientes.

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En paralelo, detectaba, dentro de mis diez o doce años de candidez a contrapelo, la certeza, en absoluto tranquilizadora, de estar floreciendo por dentro a lo Stravinski todo el rato, a base de sentimientos tiernos en permanente oferta; ello, faltaría más, no se correspondía con el signo bronco de los tiempos y lugares donde se estaba desarrollando mi crecida, cruce de riada, rebose de olla puesta al fuego y marea «lagarteira» a la gallega. No es ya que fuera «demasiado guapo», según afirmaba la amiga de mi hermana Mary; el problema residía, y lo escribo sin afectación alguna, en que resultaba «demasiado bondadoso». Sade y Cervantes apuntaron mejor, naturalmente, a la hora de inventar a sus Justines y sus hidalgos de la triste figura… Las desdichas de la virtud convierten a las religiones heroicas en morbosos martirios…

Un tercer ingrediente del potaje mental en mi molondra hueca, vendría siendo mi persistente relación con un mundo de misterios cabalísticos hablándome al oído- no es que escuchase voces: se trataba siempre de la propia, perorando desde dentro, por aquello de burlar las soledades- acerca de universos paralelos, como quien dice a la vuelta de mi esquina.

Las soledades sordas y sonoras, a modo de manteo…Cuatro breves paréntesis, antes de volver a mi prima Pitusa y su santo advenimiento hasta mi infancia, tan convulsa a niveles hondureños, viajando desde remotas geografías- África y Francia allons enfants de la patrie, un totum revolutum de imágenes girando, entremezcladas, en un caleidoscopio-, para llenarme de aromas embriagadores de lo desconocido/presentido/soñado…

Mi hermana, el Abuelo Manolo, mi madre, Cristi y el que yo era

Mi hermana, el Abuelo Manolo, mi madre, Cristi y el que yo era

La Pitusa imantaba de calma sus espacios vitales, plena de calidez y cercanía, quintaesencia resumen para la rama femenina de mis raíces Rodríguez: una dulzura aromatizada de naturalidad que no te permitía fijarte mucho tiempo en su belleza, matizada de ecos exóticos, llegados de muy lejos, y de serenidades.

Primer paréntesis solitario.- «Fernández» fue mi amigo invisible durante una serie de años muy tempranos. Sólo funcionaba chez mis tíos…A buenas horas se me iba a ocurrir a mí montar un circo semejante en casa de mis padres…Vicente, sobre todo, sabía seguirme el juego e, incluso, me tiraba de la lengua…Fernández servía para opinar de lo divino y de lo humano, sin tener que atenerse a consecuencias; pero es que hay más: era utilizado como escudo, a la hora de (de)mostrar la aceptación de un entorno que, por entonces, se circunscribía a mis primeros pasos por la escuela. Fernández y su esquizofrenia light acabó por convertirme en una especie de Dr. Frankenstein; supongo que, tras descubrir la innata superioridad de sus encantos sobre los míos, ante la posibilidad cierta de que acabase por robarme mis afectos, le cogí tanto miedo que acabé asesinándolo, con nocturnidad y alevosía: Fernández, por traslado del cabeza de familia, ya no estaba a la vista o al oído; debía de haberse trasladado de colegio…

[La infancia, se me ocurre ahora, además de la patria del hombre, ha de considerarse riguroso inventario de virtudes y defectos a desarrollar, ad nauseam, en sus muchos futuros perfectos e imperfectos…]

Segundo paréntesis solitario.- He aquí un más difícil todavía de expresar con palabras, sin sentir un frustrante deseo de abrazar con ternura al niño que ha sido cada uno, desembarcando para ello en su propia infancia (recuerdo haber escrito un poema sobre el tema) por rescatarse a sí mismo de tan gran desamparo.

Érase que se era el niño José, diezañero perdido, que empezaba a acudir, por su cuenta y su riesgo (por descontado, con el permiso preceptivo de los padres), al cine los domingos por la tarde, a una de aquellas multitudinarias sesiones infantiles del Madrid-París con olor a cacahuete y humedades recocidas, babélico clamor a prueba de blindajes, antes, durante y después de la película.

Serio- reconozcámoslo: sombrío- ocupaba mi butaca de pasillo. La fila siete era mi favorita y siempre del lado de los pares. La mayor de mis infantas habría de nacer el día 7 del mes 7 (julio, para que no tengan que echar cuentas) de 1977…Y es porque la infancia, además de patria y además de avanzadilla, constituye un aviso, una «guía de pecadores», para futuros navegantes por el proceloso ponto de su sino; una vía láctea para darse de leches, en el largo viaje de la persona humana hacia ninguna parte…

Ya estamos de regreso en el «Madripa»…Después del NO-DO, venían unos cinco minutos de descanso, durante los cuales, un menor con bandeja atada al cuello vendía golosinas (caramelos, pipas de girasol, maní de manisero se va, chicle, palos de regaliz, algarrobas resecas…en lo tocante a sólidos; y gaseosas de bolinche- traidoras natas según nomenclatura-, a la mercancía en estado líquido…) destinadas a los espectadores más pudientes, entre los cuales yo jamás me encontré: me daban el dinero justo de la localidad e iba que ardía… De hecho, nunca me importó demasiado…Me hubiese dado mucha vergüenza el dirigirme a aquel pequeño paje, de mirada humillada y ofendida, caminando arriba y abajo frente al resto de nosotros, felices reyezuelos sobre burlones tronos de madera chirriante, mientras él, a pie de pasillo central, se veía obligado a pregonar, salmodiador, su mercancía…A buen seguro, iba a considerarme un enemigo…

Era durante el intermedio cuando se suscitaba una inesperada (y dolorosa) sensación de aislamiento, a merced de aquel oleaje incesante de criaturas chillonas y de faunos corriendo cuesta arriba, en persecución de ninfas inconcretas (las ganas de mear, seguramente…).

Héteme aquí que lo que a mí me parecía un ingente número de asistentes se ponía de pie, con el asiento de la butaca levantado, de espaldas a la pantalla, y comenzaba a dirigirse -mayormente por señas y aspavientos, y alguna que otra mueca divertida-, a sus amigos, romanos y compatriotas desperdigados por la sala toda. Yo, como es natural, no alcanzaba a distinguir a los destinatarios de tal garrulería y tanto desparpajo desde mi posición agazapada, si exceptuamos a aquéllos situados en las seis primeras filas.

¡Qué no daría uno por poder participar en el festejo, enterrado en su nicho 7-2, centinela del desierto de sus tártaros…! Un día, reuní valor; puesto en pie, giré sobre mí mismo y empecé a oficiar el ritual ceremonioso, con la mirada puesta allá donde el infinito se convierte en abismo de certezas…No creo que llegase a resistir tres cuartos de minuto; un ataque de pánico me libró del problema: imité al «bicho bola» en retirada y, de nuevo sedente, amasijo de abrasado rubor y sudor frío, aguardé, inmóvil, a que, apagadas las luces, el león de la Metro Goldwyn Mayer rugiera en defensa de mi apuro por haberme puesto en evidencia («¡Pobre tonto, tiene razón su padre…!», me parecía escuchar por todas partes).

Tercer paréntesis solitario.- Vamos de mal en peor…Trece años de goteo adolescente debería de andar frisando cuando no tuve cosa mejor que hacer para entretenerme que redactar lo pomposamente titulado «Carta a mi Familia». En sobre cerrado, bien a la vista, quedó depositado este «memorial de agravios» (no muy diferente, por cierto, de lo que hemos estado leyendo por aquí últimamente), en mi habitación, a la vista del público. Imposible no se hubiesen fijado y colegir, como mínimo, bien podría de tratarse de una «despedida y cierre»…Vamos: de una nota de suicidio más o menos poético o, y voy a ponerme en lo mejor, una teatralizada llamada de socorro (lo que vendría siendo en realidad, tal como hoy yo lo entiendo…)

Tras dos semanas de esperar sentado- de ahí la amplitud de mis caderas-, unos besos y abrazos que no acaban de llegarme, advierto que mi encendido manifiesto no está donde solía. No descarto hubiese terminado en la basura…Por aquel entonces, uno escribía también relatos titulados, p. e., «A la Caza del Átomo Verde», no menos truculentos…

Cuarto y último paréntesis solitario.- Nos hallamos ahora, batracios somos y vamos dando saltos saltamontes a las matas, en 1965. Liverpool. Centro ciudad, 11 a. m. de una sabatina mañana otoñal rica en paraguas y puré de guisantes. Los sábados toca ir al cine allí y los domingos, en la vecina Southport (yo resido en Formby, con la familia Fenner). Muy cerca de la estación de autobuses, en un edificio neoclásico, con mucha columnata y mucho frontispicio, se halla enclavado el museo municipal. Un servidor lo estaba visitando. Por tener, hasta tenía un terrario…Y allí…Metidita en una especie de pecera, aburrida de solemnidad, colgando, fláccida, de un arbusto reseco, a todas luces soñando en paraísos perdidos pero no olvidados, una culebrilla verdosa, nada más notada mi presencia, se desliza hasta tierra y, pegada al cristal, comienza a hacerme unas vistosas cucamonas con lengua… Joe Bigtower, I swear, se sintió invadido de ternura, de reconocimiento zoofílico, acompañado de una muy dulce sensación envolvente de haber hecho una amiga para siempre…

Llovía sobre meado…Años antes, en el instituto C. Arenal, ya terminado el bachillerato, mientras estaba realizando gestiones burocráticas en secretaria, vi surgir desde el sótano, a paso lento y majestuoso, la figura de un gato color cuervo que parecía aguardarme, allá en su maremágnum de muebles viejos y encerados rotos (éstos traen más mala suerte todavía que los espejos…). Micifú (puede que Chapirón) se mostraba no todo lo paciente que debiera y fue derecho al grano: comenzó a frotarse, sin el menor pudor, contra la pernera de mi pantalón de pana. Me agaché (y no fue sin esfuerzo); acaricié su arqueado lomo y escuché su atiplado ronroneo. Al parecer, se trataba de un gato afeminado o una gata un tanto masculina…Qué importa el sexo, si quería ser mi amigo/amiga…Por despejar incógnitas, le pregunté a un bedel, pellejo conocido, si conocía su nombre. El hombre se salió por la tangente: el minino había debido de acceder al edificio por cualquier orificio o ventanuco abierto. Él, personalmente, se encargaba de ponerle una lata con agua en un rincón del sótano; si tenía hambre (lo cual era evidente; pero no solo física), que cazase ratones, y si le entraba frío, se las debía de ingeniar para arrimar la barriga a la caldera…

Regresé a la mañana siguiente al instituto, portando un paquete sospechoso. Contenía una sardina, comprada, no sin problemas, en el mercado de las Casas Baratas…Anda ya yo, no dispuesto a comprarme una media docena. Cuando le expliqué a la pescadera mis intenciones con respecto al cadáver, se me quedó mirando de hito en hito; con los brazos en jarras y mirada coñona, me preguntó si la quería con cabeza o sin cabeza…

Así soy yo y que me compre quien me entienda…

FIN DEL PARÉNTESIS

La primera consecuencia práctica de la llegada a casa de la prima Pitusa fue mi inmediata pretensión de elegir el francés como optativa para el bachillerato, a lo cual, como yo me temía, contestaron que nones las autoridades competentes: el inglés era la lengua del imperio. A fecha de hoy – y por eso no me río de los misterios ni de el todavía pendiente de explicar en estas líneas, mi fidelísimo arcángel de la guarda-, la menor de mis infantas cuenta con una licenciatura en francés de doble embocadura, a través de Salamanca y la Sorbona.

La Pitusa también me enseñó árabe…Unas nociones, ea, por fuerza elementales («jara» equivale a mierda; y, por tanto, Guadalajara, ni te cuento…); pero uno, a medias con su socio el de las plumas, andando el tiempo, obtuvo un meritorio sobresaliente en la lengua de Mahoma por la Universidad de Madrid… y les puedo mostrar la papeleta… No es menos cierto que, llegada la canícula, me vestimenta casera se compone de chilaba y calzoncillo optativo (y hasta, en tiempo mejores, un fez y unas babuchas de refuerzo…). Abundando en lo ya expuesto, le he sido fiel a Flaubert desde muy joven, como vimos; «Calígula» de Camus me ha enseñado casi todo cuanto sé sobre los mecanismos de relojería funcionando en el mundo; París, con sus Campos Elíseos que, a veces, suben, y, a veces bajan, desde la Plaza de la Concordia al Arco del Triunfo, según les sople el viento, es una de mis ciudades mágicas; me encanta el Cine de la «Nouvelle Vague», traducible, a traición, por «la novela vaga»… y, por último pero no por lo menos, mi mente parece funcionar a los acordes del Bolero de Ravel sin perderse corchea…Habría que sumar a todo esto, los «no franceses» pero como si lo fueran de toda o parte de su vida: Picasso, Van Gogh, Buñuel, la Carmen de España y no la de Mérimée (bis) y hasta Antonio Machado…¿Acaso nuestra patria no es un poco también donde estamos enterrados…?

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Como guinda del pastel funerario, observen el letrero de esa tumba de ahí arriba, localizada en el romántico cementerio de Montmartre, especializado en artistas y bohemios…Ángel Torregrosa (1899-1985)…Seguro que él también habrá sido «muy bueno»…Justo enfrente, otro enigma: «Lina Torregrosa, nacida Ammanito», de la que sólo figura fecha de nacimiento: 1914, de lo cual se deduce que todavía no se había muerto en 1985 (pero la estaban esperando…). Y eso es lo que se llama «Amor Eterno»…

Posteriormente, el Tío Manolo, la Tía Cristina (y, progresivamente, el resto de mis primos de esta rama) volvieron a Galicia, a salvo de posibles represalias, al amparo de las nuevas leyes que el régimen de Franco se iba sacando de los fueros, en su estrecha mangancha por contentar a la Europa democrática.

El Tío Manolo con mi padre

El Tío Manolo con mi padre

El Tío Manolo, un hombre encantador, boina en ristre, con su «decíamos ayer» cayendo de cajón, enseguida me ganó para su causa. Sonreía mucho y hablaba con acento francés de lo divino y de lo humano. Mi primo Vicente le llamaba el «Tío Gatillo», y algo de felino sí tenía… La Tía Cristina bien pudo haber inspirado a Mihura su «Madame Bernarda», la de «Ninette y un Señor de Murcia». Hacía el cuscús y me miraba con aquellos ojillos suyos picarones con idéntica gracia. Nadie hablaba, al menos estando yo delante, del pasado; la alegría del reencuentro era capaz de borrar toda amargura que pudiese haber sobrevivido en el exilio. Con el tiempo- supongo que tras la jubilación de mi tío- el matrimonio se vino a vivir a Marín, donde residía la Pitusa, lo mismo que haría mi prima Pilarín años más tarde.

El efecto de su primera llegada tuvo notables efectos balsámicos sobre los viejos entuertos familiares. Calma chicha y naranjada. Sentado ante el ordenador me pregunto cómo entender que mis abuelos maternos, durante dos largas décadas, jamás se hubiesen desplazado hasta Túnez para visitar a su hijo y a sus nietos. Por entonces, el mundo se movía – o no se movía- de otra manera: pareciera estábamos sujetos a la tierra como siervos de la gleba. Durante mi estancia en Liverpool, en el curso 1964-65, ni siquiera se planteó que yo fuera a pasar las Navidades a casa; otrosí, durante mi etapa universitaria en Santiago, nunca me desplazaba hasta Ferrol los fines de semana…

Nota final.- Pienso enviarle todo este material a la Pitusa, para que ella le dé el definitivo «visto bueno» en cuanto a fechas y ese tipo de cosas. Todavía hoy seguimos en contacto. Quiero creer- de hecho, lo creo- que nos queremos casi tanto como entonces…Yo le estaré, a ella y a su familia, que también es la mía, eternamente agradecido.

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