LAS VACAS SON PARA EL VERANO…
Veranos en Villarmayor, donde se celebraba, mensualmente, la «feria del 3». La casa del Sr. Jacobo y la Sra. Pepa no era el Jardín de las Hespérides; pero tenía una enorme huerta que bajaba hasta un lavadero con sanguijuelas, llena de frutales, a los que arrancar, a tu libre capricho, delicias deshuesadas y con hueso. En su parte superior de la misma, una especie de cadalso al aire libre te aliviaba de los apretones, consecuencia de la ingesta masiva de manzanas reinetas, dorados «fatones» (ciruelas amarillas), repinaldos (manzanas a las que, durante el parto, hubieron de ser extraídas con fórceps), cerezas vertebradas y rabudas… Cuando pasabas por sus inmediaciones y estaba siendo utilizado, había ocasión de escuchar los secos ruidos de la bosta humana estrellándose contra un lecho de tojos; a modo de «elefante», se disponía, si no ibas prevenido, de unas sofisticadas hojas de higuera.
Más color local: los colchones estaban rellenos de crujientes- y no demasiado abundantes- mazorcas de maíz que nos convertían a todos, por lo menos los primeros días, en «princesas del guisante». El agua procedía de un pozo y nos bañábamos- los niños, por lo menos- en enormes barreños, los fines de semana.
Frente a nuestra casa, vivía Fina de Varela, a la que acompañaba, a diario, en su tarea de llevar a pastar las vacas. No la he visto desde entonces. Una compañera de trabajo del Colegio Ludy me contó que también se había hecho maestra; hasta hace poco, residía en la Coruña.
Morena, de larguísimos cabellos, ojos brillantes y muy dulce de trato, Fina de Varela y yo, en el recuerdo hiperidealizado, aparecemos – y ya me gustaría- como la pareja protagonista de «Juegos Prohibidos» (Rene Clement, 1951), sólo que, en nuestro caso, la guerra estaba ya acabada. Observando el retrato que preside el capítulo, me hace gracia comprobar que, con «Roxa»(roja), la vaca más grande, se las apañaba ella, mientras a mí me correspondía torear con la pequeña, de nombre «Xovenca» (jovenzuela), a la que, por cierto, no le faltaba mala leche a la hora de meter el hocico en sembrados ajenos, lo que le acarreaba un enérgico golpe en plenos morros, a base de cayado, terminado en un clavo herrumbroso para casos extremos.
Ella y yo hablábamos en gallego y castellano, respectivamente, sin mayores problemas. Luego estaba Juancito, con el que jugaba por las tardes, vagando de un lado para otro en busca de fortuna: exterminio personalizado de escarabajos de la patata, caza de saltamontes a puñados, pesca de renacuajos con latas de pimientos morrones… Nuestro entretenimiento favorito resulta un tanto peculiar: un concurso de deyecciones sólidas dentro de los sembrados, depositadas en surcos paralelos. Nunca se llegó a valorar, aunque no carecía de interés la cuestión, cuál de los dos montones aparecía tachonado de un mayor número de huesos de cereza. Por los caminos, nos tenemos encontrado con algún caso portentoso donde la pedrería, a modo de piñonate abigarrado, llegaba a ocultar la grácil estructura en espiral, de inspiración corintia, por completo.
Recorría Galicia, por aquel entonces, y Villarmayor no iba a constituir una excepción, una fiebre del oro migratoria: irse a hacer las Américas con una mano detrás y otra delante. Mozos a centenares, casi a uno por casa, a veces hasta más, partían en busca de El Dorado – para el caso, hacer plata-, dejando una tierra de mujeres solas -las «viudas de vivos» de las que hablara Rosalía de Castro-, para hacer dos trabajos: los de los hombres, surco a surco, y buscarle salida a tantas soledades al norte y al sur de su cintura a prueba de esfuerzos sobrehumanos.
A principio de los 50, no era raro ver a una paisana tirando de las yuntas ataviada con un abrigo de pieles, llegado de Argentina o Venezuela, santo y seña del triunfo de los suyos allá donde el charco se convierte en sudor de morriña y lágrimas de sangre.
La emigración no se trataba solo de una solución a nivel rural. Mi primer amigo del que puedo hacer memoria, Juan Alfonso, que vivía en el bajo derecha, justo debajo de nosotros, en las Casas Baratas, marchó con su familia al Brasil y, que yo sepa, jamás ha regresado. Las autoridades despachaban el asunto mediante bajonazo: no es que salir adelante en aquella España todavía lamiendo sus heridas de la guerra civil se hubiese convertido, para muchos, en un callejón sin salida por motivos económicos y/o políticos; el gallego emigraba por su idiosincrasia: romántico empedernido, ansiaba las aventuras, el riesgo y el peligro, para regresar luego a Galicia convertido el indiano.
No éramos los únicos veraneantes en la zona. Por aquel remanso verde, a dos pasos de Miño (desde cuya estación de ferrocarril podía llegarse caminando), pasaban tres o cuatro grupos de veraneantes, mucho, poco, bastante relacionados con nosotros. El perfume de ciertos nombres, de algunos rostros, todavía permanecen anclados en mi mente: Ofelia y su hijo algo mayor que yo, José Daniel; Amparito y Carmela, amigas de mi hermana…Bueno, claro, y las Srtas. de García, Flora y Celita, tanto que ver en nuestras vidas.
Habían nacido en Argentina y por eso tomaban hierba mate en calabaza y su madre, doña Celia, de continuo, echaba mano de una coletilla porteña:»¡Che, que lucha…!». El padre, don Leopoldo, soldado en la Guerra de Cuba, había estado detenido en el Castillo de San Felipe, después del alzamiento militar del 36. La amistad vino por vía materna y fue un auténtico novelón de celos femeninos. Las Hermanas Rodríguez, Maruja y Pilita, se pasaron la vida intentando cortar el bacalao en el corazón de las Garcías. Paces armadas hubo, durante las cuales reinó una concordia entre ellas por completo sincera; pero también, durante largas temporadas, dejaban de hablarse las unas a las otras, hasta que las aguas regresaban a su cauce. Mi padre siempre optó por mantenerse al margen del conflicto; en realidad, ejercía de león en la manada. Visitador habitual del hogar García, se ocupaba de poner un enchufe (don Leopoldo no estaba para trotes; solo para fumar picadura todo el día, escondido debajo de la boina), colocar una zapatilla nueva en el grifo del lavabo o instalar un burlete en la ventana, tareas que vendrían acompañadas, probablemente, de refrigerio en amor y compañía, una vez rematada la tarea. Intuyo que estas visitas de cumplido laborioso no eran del agrado de mi madre. Yo mismo, en plena adolescencia, llegué a preguntarme si…Se lo consulté a Manuel, por entonces novio de mi hermana, y no quiso darle la menor importancia. Existía una doble barrera (para entonces, ya se había muerto don Leopoldo): doña Celia y una de las hermanas, siempre en casa, como un solo hombre, para recibir las numerosísimas visitas que recibían yo diría que a diario. Por otro lado, el atractivo físico de cualquiera de las dos mujeres (doña Celia, octogenaria, quedaba descartada, por supuesto; al menos, de momento…) tampoco daba para ponerse una venda en los ojos o liarse la manta a la cabeza… «¿Y ambas a la vez…?», tiene llegado a preguntarse mi imaginación calenturienta. Hechos probados: se cruzaban en tu vida, dondequiera que fueras…A la feria del tres, sin ir más lejos… En 2014, estoy convencido de que jamás llegó a plantearse lo que los franceses llaman liaisons dangerouses. Mi padre rodeado de mujeres, en un contexto blanco e impoluto…Eso, ¿de qué me suena…?
A Flora, en concreto, yo le debo un regalo y un trabajo. Héteme aquí que, trece agostos tendría o estaba a punto, me había encaprichado con una novela de intriga titulada «La Mano de Jade Verde», de Harry Stephen Keeler, autor de «Las Gafas del Señor Cagliostro» o «Noches de Sing-Sing», muy popular en el mercado español, gracias a las espectaculares ediciones del Instituto Reus. Careciendo de posibles, discurrí colocar en el pasillo de mi casa una hucha petitoria fabricada en cartón, con letrerito al canto: SE ADMITEN DONATIVOS PARA LA ADQUISICIÓN DE «LA MANO DE JADE VERDE. GRACIAS.
La mayor de las Srtas. de García fue la primera y hasta creo que la única en depositar su óvolo. De cualquier forma, sumando el duro de plata de mi abuelo y alguna que otra perra chica o perra gorda sisada en mi servicio de recados, reuní caudal y me hice con la joya (no tan buena como el Cagliostro y su protagonista, que ha perdido la memoria y acaba encerrados en un «nido del cuco» versión años 40). Never mind los bollos: en realidad, lo que me apasionaba de aquel thriller lleno de chinos (el plato de la casa Enrique Estaban), era las inmensas posibilidades a la hora de jugar con su título: «Joder con la mano verde», «La jodida mano verde», «Te jode la mano verde», «La mano verde de joder», «No me jodas, mano verde»… y aún creo que me dejo olvidada alguna gloriosa variante en el cartucho.
Otrosí, estudiando preuniversitario, se me echó el tiempo encima a la hora de presentar a concurso un trabajo sobre Aníbal, tutorado por nuestra profesora de latín, Felisa Crisanto. Amablemente, Flora se brindó a pasarme a máquina las últimas cuartillas, dada su pericia: trabajaba como secretaria (en la empresa privada, me parece).
Cuando mi santa esposa y yo éramos ya «novios formales», nos invitaron a compartir en su casa una de sus célebres meriendas…La cosa no fue a más; pero lo considero una cortesía por parte de las Srtas. de García, digna de agradecer, no importa que algunas lenguas viperinas, al saberlo, se apresurasen a achacarlo a simple curiosidad cotillona, por enterarse de mi vida y milagros.
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En Villarmayor, mi familia había hecho amistad con «las de Cobas»: Lurdes, Carmen y la Sra. Agustina; esta relación se mantendría muchos años después de nuestras vacaciones en la «feraz campiña» (nomenclatura del Repelente Niño Vicente). Lurdes emigró, ya mayor- creo que a Argentina-, contrajo matrimonio y regresó, tras enviudar, con una hija. A ella le debo un muy temprano encuentro con Gustavo Adolfo Bécquer. Entre las colecciones populares de la Editorial Bruguera, feudo glorioso de Corín Tellado, Mª Teresa Sesé, Keith Luger o Marcial Lafuente Estefanía, se coló de repente, una dedicada a la Poesía, que respondía al nombre de «Laurel», donde figuran, digo que escabechados, nada menos que Góngora, José Martí, Heine, Schiller, Baudelaire…(Esto es hacer patria literaria y lo demás son cuentos…). Lurdes, con una formación muy precaria, fue a caer en las redes del divino tuberculoso…Y es que, parafraseando el título del relato by Evelyn Waugh dedicado a Dickens, «everybodody likes Bécquer»… Lo de «volverán las oscuras golondrinas» es casi tan famoso en el país de María Santísima como «En un lugar de la Mancha…» o «Platero es pequeño, peludo, suave…»; y, desde luego, moja la oreja a «¿No es verdad, ángel de amor…»?, por no hablar de «Margarita, está linda la mar…» Normalmente, no se pasa de ahí; pero por algo se empieza…
(La omisión de la tilde es licencia poética)
El entusiasmo de Lurdes era evidente: le andaba pasando el ejemplar a todo el quisque – esto último en sentido tan amplio que hasta llegó a recalar en mis manos con tantos dedos como años contaba a la sazón su mandatario-; no podría poner en el fuego ninguna de mis extremidades superiores afirmando que fui a quedarme con el lúgubre estribillo «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!», aunque me hubiese encantado que así fuese. Sí recuerdo que lo de las golondrinas se me atascaba más allá de la primera estrofa…
Para leyendas, las de los chupasangres, variante patética de los sacamantecas; se trataría de enfermos de tuberculosis dedicados al secuestro de criaturas despistadas para curarse de la tisis, sorbiendo de sus víctimas el oro rojo circulante por sus venas. Estos «hombres del saco», que mujeres no constan en la nómina, bajaban por la noche de los montes para ejercer su siniestro «aquí te pillo, aquí te chupo». Según otras fuentes menos truculentas, nos hallaríamos ante un cruce de leyendas con base real: las de los integrantes de la guerrilla antifranquista (los «escapados») y la de Juan Díaz de Garayo, asesino en serie ejecutado en 1881 por haber apuñalado hasta morir a seis mujeres, a algunas de las cuales habría extraído las vísceras para fabricar ungüentos curativos. Su carrera, por cierto, se adelantó en siete años a la Jack, el Destripador pero a nadie se le dio por explotar todo aquel horror con vistas al turismo de morbosos: con romances de ciego, fue que ardía. Lo cierto es que tampoco había sido el primero el tal Garayo (¡Ya era llamarse, el pobre…!): a él le habría tomado la delantera Manuel Blanco Romasanta, el lobishome del bosque de Ancines, condecorado con el collar del garrote vil en 1863 por sus numerosos crímenes.
Mis veraneos en Villarmayor se saldaron también con una aventura de corte bocacciano. Material delicado, a ver cómo lo cuento… Mandaba carallo por aquellos pagos cierto maduro seductor de condición acomodada (en grado tal que hasta lucía un colmillo de oro el fachendoso), al que nos referiremos como J. de G., dedicado al acoso y derribo de jovencitas en edad de merecer ser llevadas al huerto, a cambio de regalos y promesas. Hasta había quien juraba haber visto sus nalgas sube y baja, a la luz de las estrellas, retozando, procaz, entre maizales…Mas todo hay que escribirlo: su apetito insaciable, en lo tocante a hembras, mejor pobres que ricas, más inspiraba asombros que rechazos…
En el transcurso de una conspiración judeo-masónica por parte mía en compañía de cómplice, se decidió castigar su desenfreno de muy mala manera: citarlo en un lugar algo apartado por medio de un anónimo y tenerlo allí a la luna de Valencia, con la esperanza puesta en que el don Juan de Mañara de Villarmayor, en un momento u otro de la inútil espera, por ahorrar tiempo, procediese a bajar sus pantalones… Después de todo, el strip-tease de marras andaba en una copla para dos, adaptada de un bolero famoso por entonces, titulado «Estamos en las mismas condiciones»…Decía así: «Estamos en las mismas condiciones:/ J. de G. se bajó los pantalones…», a canturrear, desde nuestro escondite, en el momento mismo del hecho consumado, tras lo cual, procederíamos, por evitar males mayores, a un prudente «pies, para qué os quiero…».
Las fiestas en honor a la Virgen de las Nieves nos proporcionaban mayor capacidad de movimiento. La nocturnidad era la condición sinequanon para una encerrona como aquélla, tan alevosa y llena de posible finales desgraciados. Supongo que fue la redacción del anónimo la culpable de las borrajas que siguieron: letra y ortografía de ambos conspiradores resultaban reconocibles a la legua. El entuerto se resolvió con miradas «sé lo que hiciste el último verano», cada vez que nos lo encontrábamos de caza en las verbenas. Cuando la orquesta de turno la emprendía con «Estamos en las mismas condiciones», yo sentía regurgitar en mi garganta el amargo sabor de la derrota (y en las narices el dulce perfume del alivio, a qué negarlo…)
A lo largo de la vida, he regresado varias veces a este Manderley de mis verdes años y siempre rindiendo visita a «las de Cobas», incluso cuando ya no quedaba más que Carmen (Lurdes vivía en Miño), convertida en una anciana tan maliciosa y echada palante como solía en épocas remotas. Ojalá me las arreglé para volver antes de cerrar ciclo definitivamente.