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Archive for the ‘The way we were…’ Category

 

Portman

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EL VERANO CARTAGINÉS DE LA FAMILIA TORREGROSA

Durante uno de aquellos veranos, a principios de los 50, mi familia – bueno, casi toda mi familia: Teresa y la abuela Paca, inexplicablemente, permanecieron en Ferrol- se desplazó a Cartagena. Por aquella misma época, mi padre había estado haciendo gestiones para solicitar traslado a la factoría donde había trabajado al salir del penal. Por qué no nos acompañaron las dos mujeres es algo que aún hoy logra que me siento incómodo: huele a injusticia, a discriminación por los cuatro costados, hacia dos murcianas que jamás habrían de regresar a su tierra. De hecho, en el caso de la Abuela Paca, tampoco iba con nosotros a Villarmayor: se quedaba, condenada a destierro, en las Casas Baratas…

Durante mi edad adulta, le tengo oído, con frecuencia, a mi madre quejarse de la falta de intimidad a la que se había visto obligada a lo largo y ancho de su vida matrimonial, por convivir con su cuñada y con su suegra (recuérdese el episodio del besugo, recogido en el capítulo 7).

Conste que esta aspiración a vivir tu decisiva experiencia de casado sin interferencias (no hablemos ya de intromisiones) por parte del censo de parientes que protagonizan las esquelas mortuorias (incluidas, tantas veces, las del amor de una pareja), he llegado a sentirla yo también, en un contexto diferente, referido más bien a mis relaciones poco fluidas, al principio, con mi familia política.

Existe otro extremo en relación con mi abuela y mi tía que no soy capaz de situar en el terreno de una mínima coherencia. Siempre, en las Casas Baratas, madre e hija compartieron… no ya habitación, sino una única cama (de una sola plaza, además), hasta que la muerte las separó con el paso del tiempo. Puede, aunque lo dudo, que, al principio, se tratase de motivos económicos; más tarde, hubo sobrada ocasión de remediarlo con camas gemelas e, incluso, ocupando una habitación individual (tras la boda de mi hermana, por ejemplo…)…Ciertamente, no encuentro forma de justificar esta situación, tan incómoda, tan poco higiénica, tan…contra natura…Supongo que mis mis padres habrían estado en condiciones, a poco que se esforzasen, de reconducir la situación…¿Qué pensaría del asunto mi madre, tan celosa de su propia intimidad…?

Mis abuelos paternos

Mis abuelos paternos

La Abuela Paca, cuyo aspecto tirando a fiero hemos podido comprobar en algunos testimonios gráficos (véase arriba, sin ir más lejos), tendría que haber sido la primera interesada en…Y Teresita, que parecía aceptar pasivamente aquel disparate, ¿no habría intentado nunca remediarlo…? Se me ocurre ahora que quizás, Al permanecer soltera (y, probablemente, entera), su madre la considerase una de sus pocas pertenencias…De repente, se me cruza por la mente una idea agazapada en algún rincón remoto, no explorada hasta entonces y aguardando respuestas…Jamás ni el Papá, ni Vicente, ni Teresa me hablaron de su padre, el «Abuelo sin Nombre»; tampoco lo hicieron con respecto a su hermano José, casi un secreto de familia: habiendo caído en las pérfidas redes de una bailarina de circo ambulante, probablemente de origen marroquí (¡Cómo huele a Fellini este episodio…!), se escapó con ella al extranjero y nunca más se supo de su suerte…Eso sí, dejó una carta, que mi abuela conservaba en un arcón enorme, allá en su dormitorio, despidiéndose. Tuve ocasión de leerla, antes de que perdiese definitivamente, quizás destruida por Teresa tras la muerte de mi abuela. Pedía perdón José por el mal paso y el dolor que causaba a su madre y hermanos…Pero uno- si no es un gallina deshuevado y un cobarde- ha de sucumbir a su pasión hasta las heces, beber su amargo cáliz y devorar sus hostias del deseo «a dentelladas secas y calientes», que escribiera el poeta. Desde entonces, siempre que he viajado- lo he hecho más bien poco-, compruebo en las guías telefónicas de París o de Londres si en ella figura el nombre de aquel otro José Torregrosa, herido por el rayo de haber amado más allá de la norma y la decencia.

Esta tocata y fuga sucedió poco antes de la guerra civil, que se encargó de borrar todo rastro de José Torregrosa Cayuela, el más apasionado y apasionante de mis tíos paternos, si se me permite la licencia…

La Abuela Paca sabía leer silabeando lo suyo; pero escribir, apenas…La firma y poco más…Nos enseñó a mi hermana y a mí a jugar «a la lotería» (bingo de andar por casa, con garbanzos y habichuelas para ir cubriendo los cartones) y a la brisca («birisca», decía ella); a fabricar pegamento a base de patata cocida o, todavía más fácil, con harina y un chorrito del grifo; también, a veces, me tiene sacado de paseo por el barrio…Su aportación cultural a mi vida resultó decisiva: me llevó al «Madrid-París», a ver «El Libro de la Selva» de Zoltan Korda, la primera película de la que guardo memoria; a través de «El Pan de los Pobres», cuadernillo azul al que estaba suscrita, pude enterarme de los dramáticos casos de algunas familias españolas que solicitaban ayuda económica para enfrentar no ya la crisis: la supervivencia puta y dura en aquella pobre España de una eterna posguerra.

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La recuerdo cocinando «migas» espartanas, a base de pan duro empapado en agua, ajo, pimentón y una gota de aceite, en contraste con la gran cocinera que fue siempre mi madre. Unas pocas amigas sí tenía, dentro y fuera del barrio; una de ellas, la madre de Roberto Casteleiro, vecina de la Plaza de Armas…Y la madre de Enrique, un amigo del barrio y, a la vez, condiscípulo en el colegio de Merceditas y María; tras quedarse huérfano de madre (de padre ya lo era) emigró a la Argentina. He vuelto a reencontrarme con él , casado y padre de familia, hace una década.

En sus últimos años, la Abuela Paca perdió totalmente la cabeza. Huyendo de las musarañas de su mente confundida, se trasladó, en un salto sin red hacia el vacío, hasta la Cartagena de la guerra civil. En las colas del racionamiento, charlando con vecindonas de medio siglo atrás, contaba a quien quisiera oírlo- para el caso, mi madre, que le estaba dando la comida con una mezcla de paciencia enfadada y tristeza lejana dibujada en el rostro- la poca suerte que había tenido su hijo Paco en su matrimonio con cierta ferrolana…

***

El viaje a Cartagena lo hicimos por ferrocarril, con escala en Madrid. El tren correo salía de Ferrol a media tarde y, tras incontables paradas, llegaba a la capital a la mañana siguiente, donde debíamos coger un nuevo convoy al atardecer para llegar a nuestro destino. Habíamos sacado – por abaratar costes- un «kilométrico» con billetes de segunda. Los compartimentos iban abarrotados de viajeros. Me sorprendió la cortesía imperante en tan poco versallesco reducto: a la hora de cenar, los unos a los otros se ofrecían las viandas por consumir («¿Ustedes gustan…?» era la fórmula empleada); lo mismo sucedía con los botijos o las botas de vino. No se sacaban bocadillos de las cestas de mimbre; el pater familias, armado de navaja, iba cortando rebanadas de pan y tajadas de jamón, de queso o de chorizo, a repartir entre propios y ajenos, si es que alguno aceptaba – no era el caso frecuente- compartir el condumio. Para declinar el generoso ofrecimiento, se utilizaba también una fórmula fija: «No, muchas gracias: que aproveche…».

No había modo de dormir sobre aquellas avarientas tiras marrones de skai, duras como pedernales color caca, que cruzaban la madera barnizada del asiento. A pesar del calor sofocante, era arriesgado abrir la ventanilla y asomarse: una carbonilla traidora, procedente de la máquina del tren, podía metérsete en un ojo y te la tenían que extraer, en tanteos dolorosos a causa del traqueteo de los vagones, con la punta, no siempre limpia, de un pañuelo, con un poco de suerte extraído del bolsillo superior de la chaqueta, no de los pantalones.

Por terminar de liarla, en aquella primera noche de viaje, a un vecino de asiento, anciano enjuto, todo vestido de negro, le acometió un súbito ataque de epilepsia. Mientras duraron las violentas convulsiones y estaba siendo sujetado por sus familiares, nadie abandonó el compartimento, no fuera a ser le «robasen» el asiento y se viese obligado, el resto del viaje, a dormitar tumbado en el pasillo del vagón, también hasta los topes.

El Niño José, por una vez, no se asustó demasiado. Detrás de nuestra casa, encima del clan Montoya, vivía el Bombero, aquejado del petit mal que dicen los franceses. Desde la ventana de mi habitación, lo tengo visto sufrir, en plena calle, varias crisis epilépticas. El tratamiento aplicado por entonces resultaba tan elemental como efectivo: bastaba con tenerlo bien sujeto sobre el suelo, con un trapo (mismo con un pañuelo, al que se debiera erigir un monumento por sus variopintas utilidades: enjugar ya lágrimas, ya mucosidades; relleno de hierba servir de balón de reglamento; atando sus cuatro esquinas con un nudo, convertirlo en boina protectora de rigores solares; para extraer los prestidigitadores, de entre sus vueltas y revueltas… qué sé yo: quien dice un pichón, dice un conejo…)… En su defecto (en el defecto del pañuelo, que también deben de tenerlos, digo yo…), nos las arreglaríamos un palo grueso o trozo de madera atascado en la boca, entre los dientes, para evitar qué el mismo se partiese la lengua de un mordisco mal dado en la porfía.

Una vez desembarcados, maltrechos pero felices, en la Estación del Norte madrileña, aprovechamos para visitar, en plan relámpago, a la familia de mi madre: la tía Carmen, hermana de la abuela Pilar y la Tía Concha, que vivía en la calle Atocha, casada con Felipe Neri, un castizo de los pies a la cabeza, dedicado a las manualidades artesanas como (único, al parecer) medio de supervivencia. En casa de uno de sus hijos, el Primo Jesús, aproveché para posar junto a un aparato de radio, artilugio tan portentoso por entonces como pueda resultar hoy para nosotros la tableta más sofisticada. De hecho, en Villarmayor, los paisanos se paraban a escuchar la «telefunken» de mi padre, cuando este tipo de electrodoméstico (o cualquier otro, me temo) todavía no había comenzado a entrar en sus hogares.

El niño José, adorando el monolito.

El niño José, adorando el monolito.

Con estos familiares capitalinos, volvería a encontrarme en los 60, al marchar a Madrid para estudiar la especialidad de filología inglesa. Seguro tendré ocasión de referirme a ellos cuando llegue el momento…Lo que no me explico es de dónde sacó mi padre tiempo para llevarnos a mi hermana y a mí a ver la «casa de fieras» del Retiro, una jaula y otra y otra, en paralelo, con un espeso olor a tigre presidiendo el ambiente. Estuvimos a punto de perder el tren a Cartagena…Y menos mal que partía de la estación de Atocha, a cinco minutos de la casa de la Tía Carmen y Felipe Neri, destinado este último a convertirse en el primer cadáver que tocase en mi vida, como se contaré más adelante…

En la estación de Albacete, mi padre me compró una diminuta navaja (no alcanzaba el largo de un palillo), de cachas muy brillantes y filo inexistente, obsequio acompañado de prudentes consejos: nada de ir por ahí clavándosela a los primos cartagineses, que ya andaban muy cerca.

Con una representación de los primos Alcantud, en traje de faena...

Con una representación de los primos Alcantud, en traje de faena…

La familia Alcantud-Cayuela vivía al principio de la calle Mayor. María Cayuela, prima carnal de mi padre, era una mujer muy guapa y sonriente (esto último, siempre lo he apreciado mucho en las personas). Casada con Juan Alcantud, habían tenido hasta ocho hijos varones, siempre en busca de «la parejita». Al final, acabó lográndolo con la venida al mundo de la prima María. Sus hermanos mayores- los nacidos por entonces- fueron mis compañeros de juego en aquel veraneo junto al Mediterráneo: Juan Manuel, Paco, Sandalio («Yayo»), Mario…Y hasta aquí puede hoy contar lo que me queda de memoria. Este 2014, he visto una muy interesante película de Mario Alcantud Jr., titulada «Diamantes Negros». Pensé en escribirle, felicitándole y haciendo notar nuestro, a estas alturas, algo lejano parentesco. En un súbito ataque de timidez, lo he dejado, como suelo, «para luego»…

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Me reencontré con mi primo Juan Manuel, el primogénito, cuando vino a Ferrol a cumplir el servicio militar; mantuvimos una relación muy cordial que acabó borrada, otra vez más, por la distancia.

Todos juntos nos trasladamos a la playa de Portman, pegada a un puerto de pescadores, donde transcurrió aquella breve vacación mediterránea. Postales virtuales conservadas: las mujeres remendando redes sobre el muelle y los hombres fabricando plomadas con el metal que fundían ellos mismos en calderos colgando sobre pequeñas hogueras, para ser vertido, a continuación, muy poco a poco, entre humaredas de penetrante olor, en agujeros practicados con el dedo sobre la superficie de un barril lleno de arena blanca; interminables plantaciones de chumberas…Higos con pinchos, ¿habrase visto agresividad semejante…? Allá en Galicia, los higos no se meten con nadie… Las cerillas, aquí, se llaman mixtos; y los «estallos»(unas motas de pólvora alineadas que, al frotar, chisporrotean alegremente) se conocen como mixtos de trueno…No se habla de sardinas o jurelos; por estos pagos abrasados por el Sol, el rey de los peces parece ser el mero…Al acento murciano ya estaba acostumbrado. Mi padre seseó gran parte de su vida; siendo niño, me causaba apuro oírle hablar de «garbansos» delante de la gente, como si no supiera pronunciarlo…

Al día siguiente de llegar a Portman, mi hermana y yo no pudimos dormir; nos despertamos rojos como tomates por la exposición al Sol; mis primos, todos muy morenos de tez, no se vieron afectados. Santo remedio: cubrirnos de nata fresca las espaldas y marchar a la playa con la camisa puesta…

El Himalaya también empezó siendo bajito...

El Himalaya también empezó siendo bajito…

No importan eritemas, resultó todo muy grato aquel verano…Había magia en el aire…No era solo mi padre el que volvía a su tierra y se reconocía en gentes y paisajes… Por las noches, al otro lado de la bahía, se escuchaba cantar a los mineros a la luz de los candiles de carburo, acallando el alboroto ensordecedor de las chicharras, mientras se dejaba sentir en el ambiente el perfume del mar y de hierba abrasada…Si aquello no era una especie de sortilegio, la llamada de la selva de mi rama paterna a mi cepa Rodríguez, que venga un dios menor y que lo vea…

Al final, mi padre renunció a solicitar el traslado a la factoría Bazán de Cartagena. Al parecer- según le escuché a mi madre en rezongos sucesivos-, el motivo habría sido el no dejar solas en Ferrol a mi Tía Teresa y a su madre, sacrificando al resto de nosotros.

Una vez más, estos datos no parecen encajar (menos aún la amargura de los tonos empleados): mi tío Vicente seguía residiendo a un kilómetro de distancia de las Casas Baratas; tampoco el empleo de Teresa en los Almacenes Couto se me antoja lo suficientemente rentable como para no renunciar a él ante un caso como ése: la oportunidad de volver a su lugar de nacimiento, donde podría buscar trabajo (tampoco era tan mayor por entonces y la respaldaba su experiencia).

En un momento de los tiras y aflojas del traslado, cierta noche, Teresita entró a oscuras en mi habitación – yo dormía entonces en el «cuartito», frente al dormitorio de mis padres-, se sentó en mi cama y me habló de la posibilidad de no volver a vernos…No se advertía el menor quiebro en su tono de voz. Murciana ella, se limitó a pedirme, por favor, que nunca me olvidara de ella.

Creo que he cumplido mi palabra. Estas lágrimas que están brotando de mis ojos, son en su honor (y también en el mío…).

Lo repito: admirable mujer, mi tía Teresa.

FIN DE LA PRIMERA ENTREGA (1945-1954)

(CONTINUARÁ)

tieta

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