HERRARE UMANUM EX…
Primero, la riada. Y ahora, esto. Era el cambio climático anunciado, jugándoles la vuelta. La noche parecía haberse detenido en un impasse interminable. Cientos de vehículos, atrapados por la tormenta, conformaban una helada geometría en lo alto del puerto de montaña, a la espera de la llegada de las máquinas quitanieves.
César Muñoz, en el interior de su Skoda, dormitaba a intervalos, tras rendirse a la evidencia: él solito se lo había buscado, desoyendo consejos y advertencias de quienes habían tratado de disuadirlo. Emprender viaje, enfrentándose a la rigurosa climatología reinante por la zona, suponía un riesgo cierto carente de sentido.
Dado el hecho de que los coches allí retenidos no podrían contarse con las patitas de un ciempiés o, incluso más de uno, más de dos y más de tres, César M., el tonto del Skoda, se sintió arropado y satisfecho.
Algo resultaba palmario: a cargo de tan aguerrida hueste pretoriana, se hallaba completamente a salvo. Al menos, de momento…
Iba bien pertrechado… Disponía de licor y tabaco en la guantera y de agua mineral y bocadillos en la bolsa de viaje. Bastaba con el girarse hacia el asiento trasero y alcanzarla. El frío no tenía nada que hacer, enfundado como estaba en aquella cazadora, tan frondosa en bolsillos, cremalleras y aberturas en los lugares más inverosímiles, inesperado regalo de una cónyuge en fase de extinción, en procura de remedios paliativos para lo inevitable.
No iba a pensar en Julia ahora. Aquella huida era en su honor y gloria. El plan había consistido, en un principio, quitársela de encima durante unos cuantos días con sus correspondientes noches, aun a riesgo de que la muy ubicua acabara denunciándolo de abandono de hogar y ese tipo de trampas leguleyas… Puesta a hacer daño, no se paraba en barras…
Necesitaba pensar fuera de cobertura, a salvo de sus poderes telepáticos. La tormenta era cosa de ella, la muy bruja, ¿nos apostamos algo…? Ella y su gato… Ella y su baraja francesa cartomántica…Ella y su colección de insectos, atravesados por alfileres de cabezón negro, de la que él formaba parte…
Los teléfonos móviles- el suyo, al menos…- no recibían su ración de alimento cibernético; las emisoras de radio parecían empeñadas en mandar al paro a los leones de la Metro: desde hacía horas, rugían con entusiasmo y contundencia, lo cual, según tenía él oído, podría tratarse de mensajes cifrados, procedentes del, o con destino al, Espacio Exterior Intergaláctico.
Y es que andaba mucho tarumba turulato por ahí suelto…
En cambio, César Muñoz se consideraba a sí mismo un hombre razonable y digno de respeto. Tras cuarenta años de vestirse por los pies sin mayores tropiezos, resultaba difícil poner en cuestión sus opiniones sobre la vida en general y sobre Julia, en particular. Así de claro. Así de oscuro.
La posibilidad de quedarse sin batería sólo le preocupaba a medias. Confiaba plenamente en la solidaridad de los extraños. Para ser todos ellos víctimas de las malas artes de su atormentadora personal, reconozcámoslo, le faltaban a Julia dos inviernos y medio, o, en su defecto, una visita, grabadora en ristre para tomar apuntes, a su casa materna, donde doña Aurora esperaba, más temprano que tarde, su regreso.
Cabía la posibilidad de bajarse del vehículo y realizar una pequeña encuesta, llamémosle científica, entre los convocados, descartando, previamente, grupos de familia o de amigos, así como parejas estables, sin importar el sexo de sus componentes… Lobos solitarios como él mismo y zorras sin gallinero donde caerse muertas constituían un objetivo prioritario.
Se lo pensó dos veces. Salir al exterior, dejando las luces apagadas, suponía el aventurarse por aquel laberinto de coches expectantes y la posibilidad cierta no localizar el suyo a la hora del regreso, una vez establecidos-o no- los contactos deseados. Mantener las luces encendidas equivalía a exponer la batería a agotarse ya más de lo que probablemente estaba, después de tantas horas de funcionamiento intensivo.
Un súbito fogonazo inundó su mente de tinieblas.
-Todos están vacíos…- especuló, córvido, en voz alta. Sólo eso y nada más.
Prueba no superada. No debía permitir que el miedo de los ciervos mariquitas se apoderase de sus probadas capacidades de respuesta masculina ante las adversidades de la vida.
Lo intentaría haciendo sonar el claxon a intervalos regulares, efecto acústico a acompañar por un discreto parpadeo a cargo de los faros delanteros… ¿Para qué molestarse, sin embargo, si todos, allá fuera, ya habían muerto…?
Garrafal error de planteamiento por su parte. Tan funesta suposición no se basaba en prueba empírica alguna: formaba parte de una sinergia averiada que su embotado cerebro se empeñaba en sacarse de la manga. Distopía, Imperatrix Mundi…
Todo a su alrededor se estaba derrumbando y, vive dios, él no se merecía tan gran castigo.
De haber tenido hijos… Una idea, por cierto, aterradora, conociendo el nido donde habrían de guarecerse y recibir amor de sus progenitores… Mamá Guatemala y Papa Guatepeor… ¡Para echarse a temblar de una tacada…!
El sopor empezaba a invadirlo de nuevo. Soñó –mejor dejarlo así…- que se encontraba en un cementerio de automóviles destinados al desguace. Cientos, miles de ellos, a la espera de convertirse en oxidados bloques de chatarra.
Cubos de Rubik fosforescentes, girando, vertiginosos, sobre sí mismos, flotaban a la deriva en un espacio curvo dentro de su cabeza. Tenía fiebre… ¿Qué te apuestas a que no bajaba de cuarenta…?
La palabra “sed”, pero en latín, llenaba, sin separación alguna, folios y más folios que emprendían el vuelo una vez completados por manos invisibles, para incendiarse al llegar a la altura de sus ojos, mientras sonaba, becqueriana perdida, la música de un órgano lejano.
-Estoy alucinando… – le explicó a su oreja, negrísimo museo de cerumen reseco, cañaveral hirsuto de cerdas retorcidas, a la par que refugio de mil y dos murciélagos chillones, a cual más chirriante y más histérico.
Un rostro de opereta madrileña aplastaba sus bubónicas narices contra el parabrisas de su sancta-sanctorum, en busca de presencias. Se trataba, a todas luces, de un sereno con todas las de la ley municipal, gorra y chuzo incluidos.
-Oiga usted, buen hombre…- se le oyó decir- No es por sembrar alarma fuera de temporada, pero quédese donde está y acabará convertido en guiñapo ferruginoso elevado al cuadrado…
Como poeta Virgilio que habría de conducirle a través del Infierno, no valía una perra gorda. No era ocasión tampoco de mostrarse escrupuloso.
César Muñoz descendió del Skoda, dispuesto a seguirle la corriente.
-Debo de haberme extraviado por culpa de la niebla –arguyó, en tono hastiado-. Es la única explicación que se me ocurre…
-Es lo que dicen todos, mi querido amigo- respondió el vejete caralampio-…Poco antes de rendirse a la evidencia, por supuesto…
Por lo que alcanzaba a ver, sin saber cómo, se hallaba en unos macrotalleres de desguace en plena decadencia, a juzgar por las pintas que lucía un vigilante nocturno desastroso al que hasta un veterano hámster giratorio hubiese tomado a pitorreo.
Echó mano al bolsillo, en busca de propina que mostrase, a las claras, quién y quién no, en la presente situación, ostentaba mando en plaza.
Oh, sorpresa, sorpresa… Acabó agarrado a sus propios testículos… Disimuló, lo mejor que pudo, una total e inesperada carencia de argumentos…
-Disculpe, buen hombre… ¿Sería tan amable de indicarme la forma más rápida y segura de regresar a la carretera general…? El GPS, una brújula loca, acabado de comprar, se empeña en la callada por respuesta…
-Cuando era joven, no se precisaba cursar ingeniarías para localizar corrientes de agua subterráneas… Te las arreglabas con una varita de fresno hecha y derecha…- obtuvo por respuesta petenera- Lo que empieza en camino, vete a saber por qué, termina siempre por convertirse en carretera… Si no llevo razón, no me la dé, señor… “Al andar se hace camino”, escribiera el poeta…Y yo añado, sin serlo: “Y, al correr, la carretera…” La función crea el órgano; eso dicen al menos… Y hasta el organillo, si me apuran un poco, algo que no aconsejo…
¿Cómo hubiese reaccionado Julia ante un caso semejante? Con un par, ¿no te digo…? Pies en el suelo bien anclados y con las espuelas puestas: he aquí su lado bueno, no pensaba negárselo.
Nunca debió liarse la manta a la cabeza, poniendo tierra de por medio. De aquellos polvos, este abigarrado barrizal donde, a la sazón, por su estulticia, se veía inmerso hasta el cuello del útero… Arenas movedizas: agujeros sin fondo en un campo minado… Quería salir de allí. Le fallaban las fuerzas… Una fuerza brutal intentaba arrastrarlo hacia el abismo.
Realizo, in extremis, un último esfuerzo para rechazarla. Sus nalgas apretadas ofrecían ya apenas resistencia. Funcionó, contra todo pronóstico. Su descenso al vacío parecía detenido. Iba a cantar victoria cuando la violencia se hizo de nuevo cargo de su cuerpo, retorciéndolo hasta hacerlo girar sobre sí mismo como un contorsionista inverosímil… Fue entonces cuando se hizo la luz para sus ojos ciegos y escuchó murmullos y jadeos en derredor… Un circuito se interrumpió en alguna parte. Intento respirar. Se estaba ahogando… ¡Un hospital era donde se hallaba…! Debía de haberse muerto…
¡Qué eqiovocado estaba…! No se estaba muriendo, sino todo lo contrario… Principio y fin: cualquiera se equivoca… Son las dos caras de una misma moneda…
Fue entonces cuando una mano enguantada procedió a sujetarlo a media altura mientras otra procedía a golpearlo con dureza…
César Muñoz comenzó a llorar, mientras, a su alrededor, se escuchaban risitas complacidas. Era su primer llanto en este mundo.
…Por difícil que pueda parecer, lloraba por su Julia, cuyo cadáver, bordado a puñadas, habría de ocultar, muchos años después, en el maletero de un Skoda, abandonado, con nocturnidad y alevosía, en un cementerio de automóviles cercano al centro hospitalario donde había venido al mundo.
César Muñoz, que todavía no se llamaba así, lo olvidó todo al sentir cerca el pecho de su madre.
No volvería a pensar en ello, hasta el día aciago en que se le subió, de pronto, la sangre a la cabeza… Así se lo había explicado a su abogado… Ella le había faltado en el honor… Pero un hombre es un hombre y lo lleva en los genes incrustado. La quería más que a nadie y más que a nada… y se le fue la mano al aplicar el correctivo. Lo volvería a hacer, seguramente… Antes, las lapidaban; todavía hoy se sigue haciendo. Él le había sido fiel a su manera, sin poner en peligro a su familia, y tenía la conciencia bien tranquila.
César Muñoz era todo un caballero.
FIN
Deja un comentario